— ¡André, ponte el gorro, hijo mío, hace frío afuera!

¡Andrés, ponte la gorra, hijo, que hace un frío que pela!
No te preocupes, mamá, si no me helé en los Pirineos, ¡ni aquí quedo!
Esa fue su última frase antes de largarse.
Andrés subió al autobús que va a Madrid y, de ahí, siguió más lejos, cruzó el Atlántico hasta Canadá.
Prometió volver en dos años. Pasaron doce.
María, su madre, nunca abandonó la casita de su pueblo.
El mismo horno de leña, las mismas cortinas de encaje, la alfombra que tejió a los veinte.
En la pared cuelga una foto de Andrés con la toga de graduación.
Bajo ella, un papel amarillento: Volveré pronto, mamá. Lo prometo.
Cada domingo, María se ponía su pañuelo y caminaba a la oficina de correos.
Mandaba una carta, aunque sabía que nunca recibiría respuesta.
le hablaba del huerto, del frío, de la vaca del vecino.
Y siempre terminaba igual:
Cuídate, hijo mío. Tu madre te quiere mucho.
A veces la cartero le decía con ternura:
Señora María, quizás no lleguen todas las cartas Canadá está tan lejos.
No importa, niña. Si el correo falla, Dios las llevará.
El tiempo corría distinto en aquel pueblo.
Llegaban y se iban las primaveras, los otoños se deslizaban.
María envejecía despacio, como una vela que se apaga sin ruido.
Y cada noche, antes de apagar la lámpara, murmuraba:
Buenas noches, Andrés. Tu madre te ama.
En una fría tarde de diciembre llegó una carta.
No era de él, sino de una mujer que no conocía.
Querida Señora María,
Me llamo Elvira, soy la esposa de Andrés.
Él hablaba mucho de usted, pero nunca me atreví a escribirle.
Perdóneme por hacerlo ahora Andrés estuvo enfermo.
Luchó con todas sus fuerzas, pero se fue en paz,
con su foto entre las manos.
Antes de cerrar los ojos, sólo dijo:
Dile a mi madre que vuelvo a casa.
Que la he echado de menos cada día.
Le envío una caja con sus cosas.
Con todo nuestro cariño,
Elvira.
María leyó la carta en silencio.
Luego se sentó junto al horno y quedó allí, inmóvil, largo rato.
Al día siguiente, los vecinos la vieron arrastrar una caja dentro de la casa.
La abrió despacio, como quien abre una vieja herida.
Dentro había:
una camisa azul,
un cuaderno pequeño,
y un sobre sellado que decía:
Para mamá.
Sus manos temblaban al abrirlo.
El papel olía a nieve y a nostalgia.
Mamá,
si estás leyendo esto, es porque llegué demasiado tarde.
Trabajé, ahorré, pero no entendí lo esencial:
el tiempo no se compra.
Te eché de menos cada mañana con nieve.
Soñé con tu voz, con tu sopa, con nuestra casa.
Quizá no fui el mejor hijo,
pero quiero que sepas que siempre te amé, en silencio.
En el bolsillo de la camisa guardé un puñado de tierra de nuestro jardín.
La llevo conmigo a todas partes.
Cuando ya no pueda, escucho tu voz decir:
Aguanta un poco más, hijo.
Si no regreso, no llores.
Mi amor te encontrará en tus sueños.
Ya he vuelto a casa, mamá ahora ya no necesito tocar la puerta.
Con amor,
tu hijo, Andrés.
María apretó la carta contra el pecho.
Lloró bajito, sin ruido como lloran las madres que ya no esperan,
pero que todavía aman.
Lavó la camisa, la planchó y la colgó en el respaldo de la silla, junto a la mesa.
Desde entonces nunca volvió a cenar sola.
Una noche fría de febrero, la cartero la encontró dormida en el sillón.
En la mano la carta,
sobre la mesa una taza de té aún tibia,
en el rostro una sonrisa serena.
Al lado, la camisa azul parecía abrazarla.
Los vecinos contaban que, esa noche, el viento se caló.
El pueblo quedó en silencio, como si alguien hubiera regresado finalmente.
Y quizás era verdad.
Tal vez Andrés cumplió su promesa.
Tal vez volvió pero de otra manera.
Porque hay promesas que nunca mueren.
Se cumplen en silencio, entre lágrimas y nieve.
Porque hogar no siempre es un sitio
a veces es el reencuentro que se ha esperado toda una vida.

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MagistrUm
— ¡André, ponte el gorro, hijo mío, hace frío afuera!