**10 de mayo, 2024**
Ayer por la mañana, mi madre me llamó con voz angustiada:
—Hija, por favor, ve a ver a la vecina, a doña Carmen. Está muy alterada, pidió consejo legal. No quiso explicar más, solo dijo que eras lista y podrías ayudarla…
Conocía a Carmen López desde niña. Vivimos en el mismo edificio durante años, y aún después de casarme y mudarme, siempre la saludaba en el banco del patio cuando visitaba a mamá. A sus noventa años, hasta hace poco lucía vital, sonriente, llevándole pasteles a mi madre y charlando con las vecinas. Últimamente, eso sí, se quejaba del corazón y la presión. Su hijo menor, Javier, vivía con ella y la cuidaba. El mayor, Manuel, vivía al otro extremo de Madrid y apenas la visitaba.
Manuel se fue joven a la Academia Militar, sirvió, se casó, consiguió piso, una casa en la sierra, coche… Vida resuelta, pero distante. Con su madre, la relación era tirante: o callaba, o se enfadaba, o daba órdenes. Javier, en cambio, se quedó a su lado. Con los años, se convirtió en su único apoyo. Esta primavera, doña Carmen decidió darle el piso en vida.
El mayor se enteró y… no protestó. Dijo:
—Yo no lo necesito, tengo de todo. Que al menos Javier tenga algo.
Parecía justo. Pero la calma duró poco.
Cuando entré en su casa al anochecer, vi que había llorado. Se secó los ojos con un pañuelo y, con voz temblorosa, preguntó:
—Hija… ¿dónde se hace eso de… las pruebas de ADN?
Me quedé helada.
—Doña Carmen, ¿para qué quiere eso?
Entonces me contó. Días atrás, Manuel apareció de golpe. Cruzó el umbral y, frío, soltó:
—No soy hijo de tu marido. Nuestros grupos sanguíneos no coinciden. Todo cobra sentido. Por eso le diste el piso a Javier y no a mí. Yo soy un extraño. Él, tu sangre.
Dio un portazo y se fue. Ni siquiera la dejó hablar. Ahora ignoraba sus llamadas.
Doña Carmen murmuró:
—Mi marido tenía grupo positivo, lo recuerdo… Pero el mío no. En el DNI antiguo estaba, pero lo renové hace años. Y el de Manuel… ni idea. Cuando nació, estaba tan mareada que ni pregunté…
Le sugirieron un test de ADN. Le expliqué que no era fácil: su marido llevaba veinte años muerto. Para la prueba, necesitaban muestras suyas—sangre, saliva—o una exhumación. Esto último requería permiso judicial, caro e incierto.
Volvió a llorar:
—¿Entonces no puedo probarle que es hijo de su padre?
No pude contenerme. Casi rompo a llorar también:
—¡Doña Carmen! ¡Usted no tiene que demostrarle nada! Él ni siquiera dijo su grupo. Solo busca herirla. Es un hombre hecho y derecho, pero actúa como un niño caprichoso. Usted fue justa—dio el piso a quien la cuidó. Él solo inventa excusas para clavarle el cuchillo más hondo.
Respiré hondo:
—Si quiere, vaya con Javier al médico, que les saquen sangre. Quizá en el archivo del hospital donde dio a luz queden registros. O los papeles de su marido… Pero incluso sin eso, Manuel debería pedirle perdón como un ser humano, no acusarla con palabras que duelen más que una navaja.
Asintió, algo más tranquila.
—Tienes razón… Pero sigue sin contestar…
Le pedí su número. Ya en la calle, llamé. Atendió.
—Buenas tardes—dije—. Soy vecina de su madre.
—¿Qué quiere?
—Quería hablar de doña Carmen…
—Adelante.
—Está destrozada…
Y entonces, cortó. Sin más.
Me quedé mirando el móvil. Solo pensaba en cómo los lazos más sagrados se rompen cuando el rencor reemplaza al amor. Y en el horror de que un hijo acuse a su madre de algo que nunca hizo.
Doña Carmen no traicionó a nadie. Solo dio su hogar a quien nunca la abandonó. El mayor se fue por su cuenta. Y ahora se venga—frío, cruel, sin palabras. Para ella, siempre fue su hijo. Su sangre. Su vida. Hasta ayer.
**Lección:** El rencor no devuelve lo perdido; solo envenena el alma que lo guarda.