La anciana con un hatillo en las manos se preparaba para la soledad… pero lo que le esperaba no era traición, sino felicidad.
A cualquier edad, la vida sabe golpear fuerte. Especialmente en la vejez. Cuando has vivido todo lo que podías, has dado lo mejor de ti y, de repente, te quedas sola. Inútil. Dependiente. Olvidada. Peor que la soledad es la sensación de haber sido traicionada por aquellos por los que viviste. Y Carmen López estaba segura: su hora había llegado.
Ese día, estaba sentada en su habitación, escuchando los ruidos de la cocina donde su nuera Marta preparaba algo, mientras recordaba el pasado. A su hijo Javier, fallecido hacía tres años. A su nieto, que se había ido a trabajar a Barcelona y apenas llamaba. Y a sí misma: vieja, torpe, siempre fuera de lugar. Se sentía una carga. Por eso, no le sorprendió cuando Marta entró en la habitación con voz fría y mirada distante:
—Carmen, prepárate. Quiero llevarte a un lugar. Creo que te gustará.
A la anciana le dio un vuelco el corazón. Los dedos se aferraron a los brazos de la butaca.
—¿Adónde? —logró preguntar con voz ronca.
—Ya lo verás —respondió Marta, evitando su mirada.
Esas palabras confirmaron sus peores temores. Carmen sabía cómo era esto. Primero te aguantan, luego se cansan y, al final, sin aspavientos, te llevan. A un sitio del que pocos regresan. Donde huele a medicina y desesperanza. Donde nadie te coge la mano ni te llama “madre”.
Tras la muerte de Javier, Carmen había vendido su piso. El dinero se fue en tratamientos, hospitales y noches en vela. Cuando él se fue, se quedó sola. Sin un lugar al que ir, y Marta le permitió quedarse en su casa. La relación entre ellas nunca fue cálida. Pero su nieta Lucía —su luz en la oscuridad— la quería de verdad, y ese cariño aliviaba un poco su soledad.
—¿Puedo despedirme de Lucía? —preguntó Carmen, jugueteando nerviosamente con el borde de su bata.
—Claro —respondió Marta—, pero date prisa.
Hizo el hatillo rápido. Pocas cosas le quedaban. Solo un pequeño fardo con sus recuerdos más preciados. En la puerta, se detuvo un instante, acarició el marco, tocó las paredes como si se despidiera. Luego siguió a Marta. Con pasos cortos, lentos, casi silenciosos.
Durante el viaje, Carmen no levantó la vista del suelo. No quería ver las casas, los coches, la gente pasar. Nada le importaba. Iba como hacia un castigo. Solo pensaba en por qué Marta había esperado tanto para deshacerse de ella.
—Hemos llegado —anunció Marta.
Carmen alzó la mirada. Y no lo entendió. El paisaje era hermoso: bosques, un riachuelo, montañas al fondo. Olía a pino y aire fresco. Ninguna verja gris, ni guardias, ni enfermeras. Solo una casita pequeña y acogedora, como sacada de una postal antigua.
—¿Qué es esto? —preguntó, confundida.
Marta respiró hondo y dijo:
—Javier me contó que siempre soñaste con vivir en una casa junto al río y las montañas. Pensé mucho en cómo hacer realidad su sueño. Vendí el piso y compramos este lugar. Viviremos todos juntos. Lucía ya es mayor, le compraremos un apartamento en la ciudad para que empiece su vida. Pero tú… aquí serás feliz de verdad. Perdona que no te lo dijera antes, quería que fuera una sorpresa.
Carmen se quedó petrificada. No lo creía. No entendía. Solo agarraba su hatillo como si fuera un salvavidas y miraba fijamente a su nuera. Hasta que rompió a llorar. No de dolor. No de miedo. Sino porque alguien la había escuchado. Porque aún le importaba a alguien. Porque no la habían abandonado.
—Perdóname, Marta… por todo. Por las discusiones, por mi distancia. Me equivoqué —susurró, abrazándola.
—No hablemos de eso, Carmen. Todo irá bien. Ahora somos familia. Yo estaré siempre a tu lado.
Se quedaron así, en medio del jardín, abrazadas como nunca antes. A sus espaldas, el riachuelo seguía murmurando, los árboles susurraban, y comenzaba una vida distinta. Una en la que la vejez no daría miedo, y el amor jamás sería fingido.