La anciana con su pequeño hatillo en las manos se preparaba para la soledad… pero lo que le esperaba no era traición, sino felicidad.
En cualquier etapa, la vida sabe golpear fuerte. Sobre todo en la vejez. Cuando ya has vivido todo, entregado lo mejor de ti, y de repente te encuentras sola. Inútil. Dependiente. Olvidada. Peor que la soledad es la sensación de que quienes vivieron por ti te han abandonado. Y Carmen García estaba segura: su hora había llegado.
Ese día, sentada en su habitación, escuchaba a su nuera Lucía moverse en la cocina mientras recordaba el pasado. A su hijo Javier, fallecido hacía ya tres años. A su nieto, que se había ido a trabajar a Barcelona y apenas llamaba. Y a sí misma, torpe, estorbosa, siempre en el momento menos oportuno. Se sentía una carga. Por eso no le sorprendió cuando Lucía entró con el rostro serio y una voz fría:
—Carmen, prepárese. Voy a llevarla a un lugar. Creo que le gustará.
Un escalofrío recorrió a la anciana. El corazón se le encogió, y los dedos se aferraron a los brazos del sillón.
—¿Adónde? —preguntó con voz ronca.
—Ya lo verá —respondió Lucía, evitando su mirada.
Esas palabras confirmaron sus peores temores. Carmen sabía cómo era esto. Primero te aguantan, luego se irritan y, al final, sin aspavientos, te llevan. A un sitio del que pocos regresan. Donde huele a desinfectante y tristeza. Donde nadie te toma de la mano ni te llama “madre”.
Después de la muerte de Javier, Carmen vendió su casa —el dinero se fue en médicos, hospitales, noches en vela—. Cuando él se fue, quedó completamente sola. No tenía adónde ir, y Lucía le permitió quedarse. La relación entre ellas nunca fue fácil. Pero su nieta Marina, su luz en la oscuridad, la quería con sinceridad, y ese cariño aliviaba un poco su vejez solitaria.
—¿Puedo despedirme de Marina? —susurró, retorciendo el borde de su bata.
—Claro —respondió Lucía, sorprendida—, pero démonos prisa.
El hatillo estaba listo en un instante. Llevaba solo cosas esenciales, lo que le quedaba de su vida. En la puerta, se detuvo un momento, acarició el marco con la mano, palpó la pared como despidiéndose. Luego siguió a Lucía, con pasitos cortos y silenciosos.
Durante el viaje, Carmen no levantó la vista del suelo. No quería ver las casas, los coches, la gente pasar de largo. Le daba igual. Iba como quien va al fin de sus días. Pensaba en por qué Lucía la había aguantado tanto. Por qué no la echó antes.
—Hemos llegado —anunció Lucía.
La anciana alzó la vista. Y no lo entendió. Todo era hermoso: bosques, un arroyo, montañas a lo lejos. Olía a pino y aire fresco. No había vallas, ni guardias, ni enfermeras. Solo un pequeño hogar, acogedor, como salido de una postal antigua.
—¿Qué es esto? —preguntó, confundida.
Lucía respiró hondo y respondió:
—Javier siempre me contaba que soñaba con darte una casita cerca del campo. Vendí el piso y compramos esto. Aquí viviremos juntas. Marina ya es mayor, tendrá su vida en la ciudad. Pero tú… aquí serás feliz. Perdona que no te lo dije antes. Quería darte la sorpresa.
Carmen se quedó inmóvil. No lo creía. No lo entendía. Solo apretaba el hatillo como si fuera su salvavidas, mirando a su nuera. Hasta que, por fin, rompió a llorar. No de dolor. No de miedo. Sino porque alguien la había escuchado. Porque, al fin, era necesaria. Porque no la habían traicionado.
—Perdóname, Lucía… Por todo. Por las discusiones, por mi frialdad —susurró, abrazándola.
—No, Carmen. Todo irá bien. Ahora somos familia. Yo siempre estaré aquí.
Se quedaron abrazadas en medio de aquel patio nuevo, más unidas que nunca. Detrás de ellas, el arroyo murmuraba, los árboles susurraban, y una nueva vida comenzaba: una en la que la vejez no sería temible, y el amor, jamás fingido.
La vida, a veces, nos enseña que incluso en los momentos más oscuros, alguien puede encender una luz donde menos lo esperamos.