La abuela con su bolsita en las manos se preparaba para la soledad… pero lo que le esperaba no era traición, sino felicidad.
A cualquier edad, la vida puede doler. Sobre todo en la vejez, cuando ya has vivido todo lo que podías, has dado lo mejor de ti, y de repente te quedas sola. Indefensa. Dependiente. Sin sentirte necesitada. Peor que la soledad es creer que te han traicionado, precisamente aquellos por los que viviste. Y Carmen Ivánovna estaba segura: su hora había llegado.
Ese día, sentada en su habitación, escuchaba a su nuera Lucía moverse en la cocina mientras recordaba el pasado. A su hijo Pablo, fallecido hace tres años. A su nieto, que se fue a trabajar a Madrid y casi nunca llamaba. A sí misma, vieja, torpe, siempre en el momento menos oportuno. Se sentía una carga. Por eso no le sorprendió cuando Lucía entró con expresión fría y voz firme:
—Carmen Ivánovna, prepárese. Quiero llevarla a un sitio. Creo que le gustará.
A la anciana le dio un vuelco el corazón. Le costó respirar, sus dedos se aferraron a los brazos del sillón.
—¿Adónde? —preguntó con voz ronca.
—Ya lo verá —respondió Lucía, evitando su mirada.
Eso solo confirmó sus peores temores. Carmen Ivánovna sabía cómo funcionaban estas cosas. Primero aguantan, luego se irritan y, al final, sin aspavientos, las llevan a un sitio del que pocas regresan. Donde huele a desinfectante y tristeza. Donde nadie te coge de la mano ni te llama “mamá”.
Tras la muerte de Pablo, Carmen vendió su piso —el dinero se fue en tratamientos, hospitales, noches en vela—. Cuando él se fue, se quedó completamente sola. No tenía adónde ir, y Lucía le permitió quedarse en su casa. Su relación siempre había sido tensa. Pero su nieta Sofía —su rayito de sol— la quería de verdad, y ese cariño aliviaba un poco su vejez solitaria.
—¿Puedo despedirme de Sofía? —susurró, retorciendo el borde de su bata.
—Claro —contestó Lucía—. Pero deprisa.
Hizo el equipaje rápido. No tenía muchas cosas. Solo una bolsita desgastada donde guardaba lo poco que le quedaba. En la puerta, se detuvo un segundo, pasó la mano por el marco, palpó la pared como despidiéndose. Luego siguió a Lucía. Pasitos cortos, lentos, casi sin hacer ruido.
Durante el trayecto, Carmen no levantó la vista del suelo. No quería ver las casas, los coches, la gente pasar. Le daba igual. Iba como hacia un destino final. Solo pensaba en por qué Lucía la había aguantado tanto tiempo. Por qué no la había echado antes.
—Hemos llegado —anunció Lucía.
La anciana alzó la mirada. Y no lo entendió. Alrededor había un paisaje de cuento: bosque, un río, montañas al fondo. Olía a pino y a aire fresco. Nada de verjas grises, guardias o enfermeras. Solo una casita, pequeña y acogedora, como de postal.
—¿Qué es esto? —preguntó, confundida.
Lucía respiró hondo y dijo:
—Pablo me contaba que soñaba con vivir en una casita junto al río y las montañas. Pensé mucho cómo cumplir su sueño. Vendí el piso y compramos esto. Viviremos todos juntos aquí. A Sofía, que ya es mayor, le compraremos un piso en la ciudad para que empiece su vida. Y usted… aquí será feliz de verdad. Perdone que no se lo dijera antes, quería darle una sorpresa.
Carmen se quedó inmóvil. No lo creía. No entendía. Solo se aferraba a su bolsita como si fuera un salvavidas y miraba a su nuera. Hasta que, sin más, rompió a llorar. No de dolor. Ni de miedo. Sino porque, al fin, alguien la había escuchado. Porque todavía era importante para alguien. Porque no la habían abandonado.
—Perdóname, Lucía… Por todo. Por las discusiones, por la distancia. No tenía razón —susurró, abrazándola.
—No hace falta, Carmen Ivánovna. Todo irá bien. Ahora somos familia. Yo siempre estaré aquí.
Se quedaron abrazadas en medio de aquel patio nuevo, sintiendo un calor más fuerte que el de la sangre. Y a sus espaldas, el río murmuraba, los árboles susurraban, y comenzaba una vida distinta. Una en la que la vejez no daría miedo, y el amor nunca sería falso.