Amor y tensión bajo el sol: una historia de conflicto y pasión

**Rompiendo bajo el sol andaluz: un drama en Nuevolar**

Lucía volvía a casa después de sus vacaciones, con el corazón apretado por la nostalgia. Su marido, Álvaro, no le había escrito ni una sola vez en todo ese tiempo. En la estación de Nuevolar, nadie la esperaba… La casa estaba a oscuras, no había cena preparada y el caos reinaba en el piso. *«Seguro que Álvaro ha estado todo el tiempo en casa de su madre»*, pensó con amargura. Sacó otra maleta y empezó a guardar sus cosas. Justo entonces, su marido apareció en la puerta.

—¿Ya estás aquí? —dijo él, cruzando los brazos—. No te esperaba. ¿Crees que por haberte ido de juerga todo va a quedar así?

Lucía soltó una risa agria, casi histérica.

—Tranquilo, no me quedaré mucho —respondió, con la voz temblorosa.

—¿Qué quieres decir? —frunció el ceño Álvaro. Y entonces lo comprendió…

—¿Alvarito, cómo has podido? ¡Tanto que planeamos este viaje! —Lucía estaba al borde del llanto.

Llevaba todo el año soñando con esas vacaciones. Habían ahorrado juntos, buscado ofertas, imaginado cómo disfrutarían del sol y la playa.

—¿Qué quieres que haga? Mamá se puso mala, tenía que quedarme —masculló él, evitando su mirada.

—¿Para cuándo, entonces? Si tu madre hubiera estado grave, lo entendería. ¡Pero no era nada serio!

—¡Ayer tenía fiebre! ¡Hasta llamó a la ambulancia! —se encendió Álvaro.

—Era solo un poco de calor, que se le pasó con las pastillas. Álvaro, ¡era una oferta de última hora! Si no la cogíamos hoy, no volveríamos a encontrarla a ese precio.

—¿Sabes qué? Me cansa tu egoísmo. He dicho que no nos vamos. ¡Mamá podría empeorar! —cortó él.

—Tu hermana también existe —señaló Lucía—. ¿No podría ella cuidar de tu madre?

—Ya sabes que Lidia está ocupada. Basta de discusiones. Iremos otro año. Además, en estas vacaciones nos quedamos en casa. Le prometí a mamá ayudarla con la reforma. Tú también echarás una mano.

Álvaro salió de la habitación como si la conversación hubiera terminado. Y Lucía rompió a llorar.

No solo trabajaba en un empleo que odiaba solo para llevar dinero a casa, ahora también le arrebataban sus ansiadas vacaciones. Había aguantado los reproches de su jefe, las horas extras, todo por un sueño: el mar cálido y el sol ardiente.

Llevaba tiempo queriendo cambiar de trabajo, pero Álvaro se lo prohibió. *«Aquí ganas bien»*, decía. Habían comprado un coche nuevo, reformado la casa. Pero su sueldo siempre se iba en los caprichos de su madre: arreglar esto, comprar aquello. ¡Y nunca era suficiente!

Seguro que ella misma le había convencido de cancelar el viaje. Estaba acostumbrada a que todos bailaran a su ritmo. Aunque, en realidad, solo su *«niño mimado»* lo hacía. Su hija, Lidia, había aprendido que era mejor no meterse con su madre. Por eso él no le pedía que la cuidara. Pero a su mujer, negarle algo era más fácil que desobedecer a su mamá…

Los sueños de playa se esfumaban. Lucía imaginó pegando papel pintado en el sofocante piso de su suegra en lugar de tumbarse al sol y supo que no lo soportaría. Necesitaba descansar.

Media hora después, se plantó frente a su marido y anunció con firmeza:

—Me voy de vacaciones. Contigo o sin ti.

—¿Qué? ¿Te has vuelto loca?

—¡Loco estás tú! He esperado este viaje como un milagro, y has decidido arrebatármelo. Si tanto te preocupa tu madre, quédate. Yo me voy.

—¿Y con quién piensas ir? —preguntó Álvaro, entrecerrando los ojos.

—Sola.

Él sonrió con sorna, luego empezó a pasear nervioso por la cocina.

—Ya sé para qué quieres este viaje. ¿Buscas un lío de verano? ¿Alguna aventura que te traerá problemas?

Lucía guardó silencio, conteniéndose. Tenía tantas cosas que decir…

—¿No hablas? ¡Porque sé que tengo razón!

—Si no confías en mí, ven conmigo —dijo ella entre dientes.

—No voy a dejar sola a mamá —respondió él con firmeza.

—Pues no la dejes…

Lucía salió de la cocina, ahogándose entre rabia y dolor. No solo su marido siempre elegía a su madre antes que a ella, ¡encima la acusaba de cosas inventadas! Nunca le había dado motivos para desconfiar. Lo único que deseaba era paz, no ningún romance.

Álvaro creyó que solo lo estaba asustando.

A la mañana siguiente, Lucía le preguntó una última vez si iría. Él le espetó que era una tonta. Y por la tarde, ella volvió a casa con un billete en la mano.

Álvaro montó en cólera. Nunca habían tenido una pelea así. Ella le ofreció comprarle un billete, esperando que recapacitara. Pero él, por orgullo, se negó. Aunque Lucía nunca entendió el motivo, sobre todo cuando su madre ya no tenía ni fiebre.

Al final, cuando Lucía salía hacia la estación, Álvaro gritó:

—¡No hace falta que vuelvas! ¡No quiero una mujer como tú!

Lucía subió al tren con lágrimas en los ojos, sin saber que esas vacaciones cambiarían su vida para siempre…

En el resort, olvidó todos sus problemas. El mar cálido, el sol, la comida deliciosa y la habitación acogedora la envolvieron. La primera noche, le escribió a Álvaro para decirle que había llegado bien, que todo era maravilloso, y que lamentaba que él no estuviera allí. Pero él no respondió.

Entonces decidió no escribir más. Si él quería, que preguntara. Pero Álvaro, creyendo que su silencio la *«castigaba»* por desobedecer, no dio señales de vida.

Lucía solo sufrió un día. Después, el descanso la absorbió por completo. Nunca había imaginado lo maravilloso que era estar sola. Con Álvaro, él siempre se quejaría de algo, y apenas saldrían de la piscina y algún restaurante. Pero ella hizo excursiones, paseó por la ciudad, nadó largas horas.

Y pensó mucho. Revaluó su vida. Cuando la calma llegó a su alma, todo cobró sentido. Trabajaba en un empleo que odiaba no porque no pudiera encontrar otro mejor, sino porque Álvaro temía perder su sueldo. Pero ni siquiera disfrutaba de ese dinero, porque él decidía en qué gastarlo.

Había tardado meses en convencerlo para este viaje. ¡Y el dinero lo había ahorrado ella! Él no había puesto ni un euro. Además, vivía con un hombre que no la valoraba. Para él era cómoda: casi nunca discutía, traía dinero, cocinaba, limpiaba.

Lucía estaba esbelta, a diferencia de Álvaro, quien, a sus veintiocho años, ya lucía una barriga cervecera. ¿Y su suegra? ¿Alguna vez le había dado las gracias? No, todo el mérito era de su *«niño perfecto»*, como si Lucía no existiera. No recordaba un solo *«gracias»* de su boca.

Mientras tomaba un cóctel frente al mar, Lucía se preguntó: *¿Para qué sirve todo esto? ¿Qué obtengo de este trabajo, de este matrimonio? Desprecio y nervios constantes. ¿Por qué lo soporto?*

Creía que amaba a Álvaro. Pero tal vez se había convencido de que debía mantener la familia, cFinalmente, Lucía cerró los ojos, respiró hondo y supo que nunca más permitiría que alguien apagara su luz.

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