«Mamá está convencida de que mi novio está conmigo por el piso… Y yo temo que ella destruya mi amor»
Me llamo Lucía García, tengo veintiséis años. Desde hace varios años vivo con mi madre en un acogedor piso de tres habitaciones en el centro de Madrid. Mis padres se divorciaron hace mucho —yo aún iba al instituto—. Mi padre se mudó a otra ciudad y desde entonces solo aparece en mi vida en fechas señaladas: una llamada en Navidad, un escueto «feliz cumpleaños»… y poco más. Nos dejó el piso y desapareció.
Mamá, Carmen Fernández, nunca retomó su vida sentimental. Hubo intentos, algún que otro pretendiente, pero nada serio. Se encerró en su rutina: trabajo, cuidados domésticos y yo. Toda su atención recae sobre mis hombros. Yo, por mi parte, siempre he sido transparente con ella. Le hablaba de cada amigo, de cada chico con el que salía. Pero nunca surgía nada: miradas que no conectaban, palabras vacías, sensaciones fugaces. No quise perder el tiempo de nadie —ni el mío—, y si no sentía «aquella» chispa, lo dejaba.
Hasta que llegó David Martínez. Nos conocimos en la universidad, en una conferencia. Desde el principio hubo algo especial: complicidad, calidez, curiosidad mutua. No se imponía, pero estaba presente. Escuchaba, preguntaba, ayudaba… Hablaba de tal modo que el mundo alrededor se difuminaba. Empezamos a salir.
Como siempre, se lo conté a mamá. No quise ocultárselo; nuestra relación siempre fue de confianza. Pero su reacción esta vez fue distinta: fría, cortante, casi hostil. Sin conocerlo, sin cruzar una palabra con él, ya lo juzgaba.
—Es de provincia —dijo con desdén—. Vino a la capital a estudiar, ¿verdad? Claro. Y ahora te encuentra a ti, con un piso en el centro. Sabrá muy bien lo que hace.
No daba crédito. Ella, que siempre defendió que la felicidad era amor y complicidad, ahora insinuaba que mi novio me usaba por interés. Intenté razonar: David jamás mencionó el piso, ni el dinero. Trabaja, comparte un apartamento con un compañero en Chamberí, y nunca sugirió mudarse conmigo. Me trae flores, planea sorpresas, paseamos por el Retiro… ¿Todo por un techo?
Mamá no cedió. Armó escenas, lloró, repitió que «ataba mi vida a un oportunista». Me suplicó que lo dejase, diciendo que actuaba «por mi bien», que «protegía mi futuro», que «era demasiado ingenua».
Empecé a dudar. Tras cada discusión, me preguntaba: ¿y si tiene razón? ¿Y si David oculta sus intenciones? Analizaba cada gesto suyo, buscando segundas lecturas. Pero él seguía igual: amable, cercano, sincero. No pedía nada, solo compartir momentos.
La angustia me carcome. Me debato entre mamá, mi sostén desde siempre, y el hombre al que amo. Ella siente que pierde el control. Le duele verme crecer, independizarme, formar mi propia vida. Quizá teme quedarse sola. O quizá le cuesta aceptar que su hija construya una familia… sin ella como eje.
No sé qué hacer. Amo a David, pero los reproches de mamá nublan mi paz. Ya no disfruto de los encuentros: tras cada beso acecha el miedo; tras cada risa, la sospecha.
Estoy agotada. Solo deseo ser feliz. Amar sin justificarme. Que mamá me apoye como antes. Pero para ella, sigo siendo una niña incapaz de elegir bien.
Tal vez tema la soledad. Quizá su resentimiento por su vida truncada la lleva a «protegerme» con saña. Pero… ¿destruir el amor por miedos?
No sé quién tiene razón. Solo anhelo creer que David es honesto. Que no busca comodidades… sino quererme. Como yo a él.