En la noche de la despedida de su esposa, Federico se quedó inmóvil, sin que una sola lágrima cruzara su rostro.
Mira, te lo dije: nunca amó a Clara susurró a su vecina, la curiosa Toñita, al oído.
Cálmate, ¿qué importa ya? Los niños se han quedado huérfanos bajo ese padre respondió Toñita, temblorosa.
Verás, se casará con Almudena le aseguró la prudente Leire a Toñita.
¿Con Almudena? ¿Qué quiere de ella? Glòria es su amor, ¿no lo recuerdas? ¿Acaso no ves cómo recorrían juntos los trigales? Almudena no se acercará a él; tiene familia y ya lo ha olvidado. ¿Tú lo sabes? replicó Toñita.
Claro que sí. Almudena tiene a su marido en la brigada de la Guardia Civil. No necesita a Federico y su prole; es una mujer práctica. En cambio, Glòria sufre con su amante, el torpe Miquel. Así comenzarán sus enredos amorosos concluyó Leire.
Clara fue sepultada; los niños se agarraban de las manos con fuerza.
Miquel y Lucía acababan de cumplir ocho años. Clara se había casado con Federico por un gran cariño, aunque nadie en el pueblo sabía si él la había amado de verdad.
Se rumoreaba que quedó embarazada y Federico se vio obligado a casarse con ella. La pequeña Lucía nació prematura, sólo vivió siete meses y, después, la pareja no tuvo más hijos. Federico caminaba siempre con el ceño fruncido, hablaba poco y la gente lo apodaba El gruñón. Era escaso en palabras, aún más escaso en caricias; todo el mundo lo sabía, incluida Clara.
Sin embargo, la Providencia le tuvo piedad. La mujer rezó tanto que los cielos le concedieron dos niños al instante.
Lucía y Miquel eran gemelos. Miquel heredó la dulzura de su madre, era tierno y compasivo; Lucía, en cambio, tomó la rudeza de su padre, cerrada como una caja fuerte y muda. Nadie lograba comprender lo que pasaba por su mente, pero ella se sentía más cercana a su padre, pues sus temperamentos coincidían.
A veces Federico trabajaba en el granero, martillando o aserrando, y Lucía revoloteaba a su alrededor, escuchando sus historias y aprendiendo de la vida.
Miquel, siempre al lado de su madre, barría el suelo y llevaba agua en un pequeño cubo; aunque fuera poca, era su ayuda. Clara adoraba a sus hijos, pero no entendía a Lucía; mientras que a Miquel le estaba ligada el corazón. Cuando Clara estaba a punto de morir, le dijo a su hijo:
Hijo, pronto me iré. Tú serás el cabeza de la familia. No ofendas a tu hermana, protégela. Ella es una niña, más vulnerable, y necesita tu defensa.
¿Y papá? preguntó Miquel.
¿Qué? repuso Clara, sin comprender.
¿Papá nos protegerá?
No lo sé, hijo. La vida lo dirá.
Entonces no te vayas, ¿cómo viviremos sin ti? sollozó Miquel.
Hijo, si dependiera de mí, no lo haría respondió Clara pensativa. Y al amanecer ya no estaba.
Federico se quedó al lado de su esposa, tomó su mano sin una sola palabra ni lágrima; se encogió, se oscureció, como si la sombra lo hubiera consumido. Así terminó todo.
La vida siguió su cauce. Lucía asumió la responsabilidad de ser la ama de casa, intentando cocinar y ordenar la vivienda, aunque aún era muy joven. La tía del padre, Natalia, llegó a ayudarla, enseñándole las tareas domésticas.
Tía Natalia, ¿se volverá a casar papá? preguntó Lucía.
No lo sé, niña, no me contará lo que lleva en la cabeza respondió la tía.
Natalia tenía sus propios hijos y su marido, Basilio. Su familia era un ejemplo de unión.
Si algo ocurre, ¿nos llevarías a tu casa? insistió Lucía.
No imagines eso, tu padre os quiere y no permitiría que nadie os haga daño afirmó Natalia.
En el pueblo, los rumores corrían como un viento de tormenta: el viejo amor entre Federico y Glòria había despertado de nuevo.
Glòria se ha vuelto loca, ha vuelto a juntarse con Federico y se ha olvidado de su familia murmuraba Toñita.
Qué tonta, esa Glòria decían las mujeres junto a la tienda del pueblo.
Basta de charlas, terminad la reunión intervino el presidente de la cooperativa, Máximo León.
Todos hablan, escarban los huesos de los demás, sin conocer a sus vecinos les recriminó, defendiendo a Federico.
En efecto, Federico y Glòria habían sido amantes en su juventud, una pasión tan fuerte que podría haber inspirado una novela romántica. Pero Federico fue trasladado a otra comarca para ayudar a los campos de sémola que se resistían al progreso. Allí, durante dos meses, Glòria se juntó con Miquel Chaves. Al volver, Federico se enteró, enfrentó a Chaves y cortó todo vínculo con Glòria.
Glòria acabó casándose con Miquel, un hombre libertino que pasaba los días entre los burdeles y se bebía el amargor de la vida, mientras ella lloraba haber elegido a un marido tan desaliñado. Federico, por su parte, seguía siendo un hombre trabajador, callado, sin mucho que decir.
Con el tiempo, la gente del pueblo comenzó a notar que Federico mostraba una cierta inclinación por Clara. Ella floreció como una azucena azul, y los aldeanos no podían dejar de mirarla.
Así es lo que el amor hace con la gente decían entre susurros.
Clara había estado enamorada de Federico desde siempre, aunque guardaba silencio, sin importarle Glòria. Entonces, como en un sueño, se encontraron, pasearon y, de pronto, firmaron su matrimonio en el ayuntamiento. La boda fue humilde. De la familia de Federico sólo quedó su hermana Natalia, y la madre de Clara ya era anciana. La gente sospechaba de los orígenes de la madre, pero callaba. El presidente de la cooperativa, Basilio Protas, había sido quien había impulsado la unión. Oksana, una mujer hermosa pero jamás casada, vagaba por el pueblo, pero Clara jamás la siguió; la hija no era responsable de la madre.
Los vecinos sentían lástima por Clara, sobre todo cuando se casó con Federico.
Qué tragedia, lamentaba Nélida Pérez, él no la ama. Pasará toda su vida sufriendo.
Sin embargo, Federico se mantuvo fiel a su esposa, como todos creían. ¿Podía el secreto permanecer oculto en aquel pequeño pueblo?
Fueron quince años los que vivieron juntos sin disputas. Poco a poco, los aldeanos se tranquilizaron hasta que Clara cayó enferma aquel invierno. La enfermedad era grave, incurable, y la situación se volvió desesperada.
Ese día, Federico regresaba del trabajo.
Fede, ¿puedo pasar a hablar un momento? Traje pasteles para tus niños le gritó Glòria, con una taza de pasteles en la mano.
No, gracias. Ya los hemos comido ayer respondió él.
Es de corazón, Fede insistió ella.
Y mi hermana también lo dice de corazón.
Vamos a encontrarnos en la molinera al anochecer propuso Glòria.
¿Para qué?
¿Acaso has olvidado todo lo que hubo entre nosotros? exclamó Glòria.
Eso ya es polvo del pasado. Mis hijos los amo. Amo a Clara, también dijo Federico.
Ya no puedes recuperar lo que se fue repuso Glòria.
El amor no muere contestó él.
No la amaste; te casaste con ella por despecho.
Glòria, vete a casa le dijo en tono bajo.
Federico apresuró el paso, sin mirar atrás, y volvió a la casa donde lo esperaban sus niños. Glòria quedó sola en medio de la calle del pueblo.
Pasaron los años; los niños crecieron. La tía Natalia seguía de visita, sabiendo ahora que su hermano era un hombre de un solo amor.
Lucía, escuché que te juntas con Gregorio Varela le dijo la tía al entrar.
Sí. ¿Y qué? replicó la joven, pensando en su propia hermosura.
Solo quería advertirte: ten cuidado con él.
¿Por qué? insistió la tía.
Tú ya sabes a qué me refiero, no eres una niña dijo con severidad.
Tía Natalia, lo quiero con todo mi corazón, por siempre.
Eso parece, pero el tiempo dirá.
Yo lo sé, y si me traiciona, nunca volveré a amar a nadie.
En eso confío concluyó Natalia.
Al atardecer, Miquel y Lucía esperaban al padre.
Papá se retrasa dijo Miquel.
Es viernes.
¿Y qué?
Él siempre va a la tumba de mamá los miércoles, los viernes y los fines de semana.
¿Cómo lo sabes? preguntó Miquel, alzando las cejas.
Eres un tonto si no sientes el alma de tu padre replicó Lucía.
Se dirigieron al cementerio por un sendero secreto entre los huertos.
Mira allí señaló Lucía, indicando la figura encorvada de su padre.
Miquel escuchó cómo su padre hablaba con alguien invisible.
Así son las cosas, Zina, que pronto Lucía se casará. He juntado su dote, y Natasha me ayudó. Viviremos tranquilos. Perdóname, Zinicita, por no decirte palabras de amor en vida; mi corazón lo ha dicho siempre. No puedo expresarlo con palabras, sólo con el latido, gargoteó Federico, mientras se alejaba lentamente del portón del cementerio.
Lucía miró a su hermano, y en los ojos de Miquel se congelaron lágrimas como cristales.







