Amor Único

ELENA, LA MONÓGAMA

Todos los fines de semana, Enrique revolcaba su moto en el garaje junto a casa. Los chiquillos del barrio se agolpaban alrededor de la “bestia de acero”, como gorriónes en un tendedero, mirando embobados cómo su dueño limpiaba el motor, apretaba tuercas o pulía las piezas cromadas hasta sacarles brillo.

—¡Anda, cómo va a correr esto! —repetían los críos, admirativos—. Enri, ¿nos das una vuelta?

—No podéis montar, sois demasiado pequeños. Una moto no es un juguete, no es como una bici…

Los niños suspiraban, y entonces Enrique cedía:

—Bueno, un par de vueltas por el barrio, pero solo eso…

Los “gorriónes” saltaban de alegría y luego escapaban al campo de fútbol con su pelota. Enrique volvía a casa, se duchaba, y su madre le regañaba:

—¿Y cuándo piensas tener novia? Los hijos de los Martínez ya se han casado los dos, y son más jóvenes que tú. ¿En qué piensas? Ya no eres un crío para estar todo el día entre tornillos y chatarra…

“Chatarra” era también como llamaba al viejo Seat 600 del abuelo, que este le había regalado a Enrique cuando volvió de la mili. Él lo dejó como nuevo: lo reparó, lo pintó y ahora relucía como recién salido del concesionario.

—Mi “Seatillo” ha vuelto a la vida. Le he puesto tanto cariño, el abuelo está contento. Hasta lo podría vender fácil, pero ahora no quiero, me da pena… —explicaba Enrique.

—Muy bien, pero ya van seis años desde que volviste del servicio, y ni rastro de novia. Me preocupa que acabes casado con tus cachivaches. La felicidad está en formar una familia, hijo… —suspiraba Elena.

—¿Y dónde voy a encontrar novia? No voy de bailes, eso de menear los pies no es lo mío. Al cine no se ve nada… —se reía él.

—Claro, ¿y de qué va a hablar contigo una chica decente? —agitaba las manos su madre—. Y es culpa mía, lo reconozco. No lees libros más allá del colegio, en este pueblo no hay teatro y a un museo no te arrastran ni a la fuerza. Solo piensas en coches, motos y máquinas.

—Pues de eso vivo, mamá. Trabajo en el taller, y créeme, mis manos tienen demanda.

—¡Sí, que no hay jabón que las limpie! Hasta las toallas tengo que comprarte oscuras. ¿Y qué chica va a querer hablar contigo de carburadores? —sonreía ella, irónica.

—Pues la que me quiera —miraba Enrique sus manos manchadas de grasa—.

—Para empezar, podrías ir al museo. Subir un poco tu nivel cultural, hijo.

—¿Ir solo? Ni loco.

—¿Solo? ¡Si tu sobrino Luisito está de vacaciones! Llévalo, y tu hermana te lo agradecerá. Daos un paseo, tomad un helado… algo cultural, ¿no?

—¿Operación “en busca de novia”? —riñó Enrique, pillando el truco.

Pasaron unos días, y su madre anunció en la cena:

—Mañana es sábado. Viene Luisito.

—¿Y? —preguntó él, fingiendo inocencia—. Que venga.

—Le prometí que iríais al museo —recordó ella—. Está emocionado. Vendrá arregladito.

—Ah… —hizo memoria Enrique—. ¿En serio lo del museo? Bueno, iremos, ya que lo prometiste.

El día amaneció radiante. Primero pasaron por una heladería (obligatorio) y luego, como compromiso, al museo.

Al comprar las entradas, la taquillera les dijo:

—Id rápido, acaba de empezar la visita guiada. ¡Juntaos al grupo en la primera sala!

Enrique y Luisito se apresuraron. El niño se coló al frente para escuchar mejor, mientras Enrique se escondía tras la gente, inexplicablemente tímido. Pero veía perfectamente a la guía: menuda, como una figurilla de porcelana, vestido blanco, collar de cristal y ojos azules como el cielo. Quedó embobado.

Había muchos niños, y ella interactuaba con ellos, haciendo preguntas y acertijos. Su varita señaladora parecía sostenida por los delicados dedos de un pájaro sabio. Enrique no podía apartar la vista de sus ojos, sus manos, su cintura… como si estuviera hechizado.

Al terminar, la guía se despidió y desapareció. Al salir, el calor les golpeó: el pueblo ardía bajo el sol.

—Dentro hacía fresquito —dijo Luisito—. Pero me dio vergüenza preguntar…

—No importa, volveremos y lo aprenderemos todo —sonrió Enrique, mirando el museo para apuntar su horario—. ¡Mañana mismo!

—¿Mañana? —el niño parpadeó.

—Claro, ¿para qué esperar? Antes de que se te olviden las dudas —le dio una palmada en el hombro, y volvieron contentos.

Su madre se sorprendió al verlos prepararse otra vez, pero no dijo nada. Al día siguiente, Enrique preguntó a la taquillera:

—¿Cómo se llama la guía de ayer?

—Tenemos varias, joven.

Él describió a la chica de forma torpe.

—Ah, Susana. Hoy no está. Ha ido con un grupo de excursión. Vuelva otro día.

Enrique se quedó desolado. Luisito le tiró de la manga.

—¿Y el museo? ¿No entramos?

—Ya hemos estado —respondió él, gruñón.

Para compensar, fueron otra vez a la heladería. Enrique recordaba aquellos ojos azules, pero al menos ya sabía su nombre.

—¿El próximo finde, otra vez al museo? —preguntó Luisito, malicioso.

—Sí, hay que preparar preguntas —asintió Enrique, melancólico—. Piensa unas buenas, que no parezcamos tontos. ¿Vale?

El niño asintió, terminando su helado. DioAl año siguiente, en medio de una boda llena de risas, globos y un Seat 600 decorado con flores, Luisito susurró a su abuelo: “Tenías razón, al final hasta las chatarras encuentran su media naranja”.

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