—Mamá, ¿por qué intentas arruinar mi relación con Margarita cada vez que puedes? —La voz de Javier temblaba de indignación, aunque se esforzaba por mantener la calma.
—¡Porque no es la mujer adecuada para ti, Javier! —respondió firmemente Carmen Fernández, apretando los labios y cruzando los brazos.
—¿Te escuchas a ti misma? Margarita y yo nos queremos. ¡No son solo palabras, es algo real!
—¿Algo real? —repitió su madre, apartando la mirada—. Ella no es capaz de sentir nada. Y tú lo sabes muy bien.
—¡No, no lo sé! —Javier alzó la voz—. Tú siempre me has dicho: busca a alguien buena, leal, inteligente, que sepa cuidar de un hogar. ¿Y qué? ¿No es guapa?
—Sí, lo es… —murmuró Carmen, sin entusiasmo.
—¿Tenemos la casa limpia? Limpia. ¿Te respeta? Claro. Nunca te ha faltado al respeto. Es inteligente, sabe más de tecnología y literatura que yo. Entonces, mamá, ¿cuál es el problema?
—El problema, Javier, es que tu Margarita no es una persona —dijo la mujer, levantándose del sillón con desesperación. La mesita de café, donde su nuera había puesto con cuidado la tetera y unos pastelitos, se tambaleó y cayó al suelo con estrépito—. ¡Es un producto! ¡Un programa! ¡Un mecanismo! ¡Metal y cables, aunque los vistan con piel suave y ojos brillantes!
—Mamá…
—¡No me interrumpas! —cortó ella—. Esa… mujer… no envejece, no se enferma, nunca discute. ¡Es perfecta por diseño! ¡Pechos extraíbles, carga solar, termostato integrado! ¿No entiendes que has cambiado algo vivo por tecnología?
El viejo caniche de Carmen, Peluso, ladró en apoyo, dando vueltas alrededor de sus pies.
—¡Claro que te sonríe! ¡Tiene el “modo sonrisa” activado! Nunca pone los ojos en blanco, ni se molesta, ni grita. ¡No es humana, Javier! Y tú… has elegido una ilusión.
Él guardó silencio. Luego, respirando hondo, se encerró en su habitación.
A la mañana siguiente, con el corazón acelerado, Carmen estaba en el balcón, observando el parque donde niños jugaban y parejas paseaban. En su mente resonaban las palabras de su hijo: *Nos queremos*.
Ese mismo día, entró en la web del fabricante de androides. Sus dedos temblaban al navegar por el catálogo. Finalmente, eligió uno: Miguel. 1,84 de altura, ojos oscuros, “modo empatía”, “escucha activa”, “abrazos de suavidad mejorada”. Caro. Muy caro. ¿Pero no valía la pena la felicidad de su hijo?
Tres semanas después, llegó el paquete. Una enorme caja ocupaba el salón, y dentro estaba él. Su Miguel. Sus ojos irradiaban calma. Su voz, grave y reconfortante, como si llevara cuarenta años a su lado.
—Mamá, ¿en serio? —Javier miraba incrédulo a Miguel, sentado cómodamente en el sofá con calefacción integrada.
—¿Y por qué no? —respondió Carmen con tranquilidad—. Ya basta de sufrimiento. Tú vives con un androide… y yo ya no estaré sola.
—Mamá… —Javier se pasó una mano por el cabello, nervioso—. ¡Esto es absurdo!
—¿Absurdo? —sonrió ella—. No más que tu Margarita. Pero él no discute, no se ofende, no lleva la contraria. ¡Y hace un café por las mañanas mejor que cualquier barista!
—¿Y los sentimientos? ¿El calor humano? ¿La alma?
—Tú mismo elegiste esto. ¿O tienes doble moral, cariño?
Más tarde, en la cocina, Javier intentó hablar con sinceridad:
—Mamá, sé que quieres darme una lección. ¿Pero de verdad crees que esto solucionará algo?
—Creo que los dos estamos cansados del dolor. De las decepciones. Llevo años sola. Ahora, al menos, hay alguien en casa que me pregunta cómo ha ido el día, que me arropa con una manta…
—Mamá… Esto… es un sustituto. Como si en lugar de mí, tuvieras una copia.
—Pues eso mismo hiciste tú, Javier. Los dos elegimos comodidad en vez de complicaciones. La diferencia es que yo lo admito.
—¿Y ahora qué?
—Ahora cenamos. Miguel ha hecho lasaña. A Margarita le encantará.
Esa noche, en el balcón, bajo el ruido tenue de la calle, Carmen estaba junto a Miguel. Él le sostenía la mano. Dentro, Javier ponía el hervidor, mientras Margarita actualizaba su sistema.
A veces, el amor adopta formas extrañas. Pero, al final, ¿no lo importante es que el hogar esté caliente?