**Amor, suegra e inteligencia artificial**
—Mamá, ¿por qué intentas arruinar mi relación con Margarita cada vez? —La voz de Javier temblaba de indignación, aunque se esforzaba por contenerse.
—¡Porque no es la mujer adecuada para ti, Javier! —respondió firmemente Ana María, apretando los labios y cruzando los brazos.
—¿Escuchas lo que dices? Margarita y yo nos queremos. No son solo palabras, es un sentimiento real.
—¿Sentimiento? —repitió su madre, desviando la mirada—. Ella no es capaz de sentirlos. Y tú lo sabes perfectamente.
—¡No es cierto! —Javier alzó la voz—. Tú misma me decías: encuentra a esa mujer especial, amable, fiel, inteligente, hacendosa. ¿Y qué? ¿No es bonita?
—Bonita… —murmuró Ana María con reticencia.
—¿Tenemos la casa limpia? Sí. ¿Te respeta? Jamás te ha faltado al respeto. ¿Es inteligente? Sabe más de tecnología y literatura que yo. Entonces, mamá, ¿qué problema hay?
—El problema, Javier, es que tu Margarita no es humana —dijo ella, levantándose del sillón con desesperación. La mesita auxiliar con el servicio de té y los pastelitos, cuidadosamente preparados por su nuera, se tambaleó y cayó con estrépito—. ¡Es un producto! ¡Un programa! ¡Un mecanismo! Metal y cables, aunque los disfracen con piel suave y ojos brillantes.
—Mamá…
—¡No me interrumpas! —cortó ella—. Esa… mujer… no envejece, no enferma, no discute. ¡Es perfecta por diseño! ¡Pechos extraíbles, carga solar, termostato integrado! ¿Entiendes que has cambiado a una persona por tecnología?
El viejo caniche Pepe ladró en apoyo a su dueña, dando vueltas a sus pies.
—Claro que te sonríe. ¡Tiene el “modo sonrisa” activado! Nunca pone los ojos en blanco, ni se irrita, ni grita. ¡No es humana, Javier! Y tú… elegiste una ilusión.
Él guardó silencio. Luego, con un suspiro profundo, se retiró a su habitación.
A la mañana siguiente, pensativa y con el corazón agitado, Ana María estaba en el balcón, observando el parque donde jugaban los niños y paseaban las parejas. En sus oídos resonaban las palabras de su hijo: *”Nos queremos”*.
Ese mismo día, entró en la web del fabricante de androides. Sus dedos temblaban al pasar las páginas del catálogo. Al final, eligió: Adrián. 1,84 metros, ojos oscuros, “modo empatía”, “escucha activa”, “brazos para abrazos de máxima suavidad”. Caro. Muy caro. Pero, ¿acaso el amor de su hijo no lo valía?
Tres semanas después, llegó el paquete. Una caja enorme ocupaba el salón, y dentro estaba él. Su Adrián. Sus ojos transmitían calma. Su voz, grave y reconfortante, como si llevara cuarenta años a su lado.
—Mamá, ¿en serio? —Javier miraba incrédulo a Adrián, sentado cómodamente en el sofá con calefacción.
—¿Por qué no? —respondió Ana María con tranquilidad—. Ya basta de sufrir. ¿Tú vives con un androide? Pues yo ya no estaré sola.
—Mamá… —Javier se pasó una mano por el pelo—. ¡Esto es absurdo!
—¿Absurdo? —esbozó una sonrisa—. No más que tu Margarita. Pero él no discute, no se ofende, no me lleva la contraria. ¡Y hace mejor café que cualquier cafetería!
—¿Y los sentimientos? ¿El calor humano? ¿El alma?
—Tú elegiste esto primero. ¿O tienes doble moral, hijo?
Más tarde, en la cocina, Javier intentó sincerarse:
—Mamá, entiendo que quieras darme una lección. Pero, ¿de verdad crees que esto solucionará algo?
—Creo que los dos estábamos cansados del dolor. De las decepciones. Llevaba años sola. Ahora, al menos, alguien me pregunta cómo ha ido el día, me arropa con una manta…
—Mamá… Es… es un sustituto. Como si en vez de mí, te hubieras comprado una copia.
—Eso es exactamente lo que hiciste tú, Javier. Los dos elegimos la comodidad, no la complejidad. Solo que yo lo admito.
—¿Y ahora qué?
—Ahora cenamos. Adrián ha hecho lasaña. A Margarita le encantará.
Esa noche, en el balcón, bajo el murmullo de la calle, Ana María estaba junto a Adrián. Él le sostenía la mano. Dentro, Javier ponía la tetera mientras Margarita actualizaba su sistema.
A veces, el amor adopta formas extrañas. Pero, al final, ¿no es lo más importante que en casa haya calor?