**Amor, suegra e inteligencia artificial**
—Mamá, ¿por qué intentas arruinar siempre mi relación con Margarita? —La voz de Alejandro temblaba de indignación, aunque hacía lo posible por contenerse.
—¡Porque no es la adecuada para ti, Alejandro! —Respondió firmemente Luisa María, apretando los labios y cruzando los brazos.
—¿Es que no te escuchas? Margarita y yo nos queremos de verdad. No son palabras vacías, es un sentimiento real.
—¿Un sentimiento? —La madre desvió la mirada—. Ella no puede sentir nada. Y lo sabes.
—¡No lo sé! —Alejandro alzó la voz—. Tú misma me dijiste siempre: busca a la indicada, alguien amable, fiel, inteligente, hacendosa. ¿Y qué? ¿No es bonita?
—Bonita… —masculló Luisa María, reacia.
—¿Tenemos la casa limpia? Limpia. ¿Te respeta? Sí. Nunca te ha faltado al respeto. Es inteligente, sabe más que yo de tecnología y literatura. Entonces, ¿cuál es el problema?
—El problema es que tu Margarita no es humana, Alejandro —dijo la mujer, desesperada, levantándose del sillón. La mesita donde su nuera había colocado la tetera y los pastelillos se tambaleó y cayó con estrépito—. ¡Es un producto! ¡Un programa! ¡Mecánica, circuitos y cables, aunque los disfracen con piel suave y ojos brillantes!
—Mamá…
—¡No me interrumpas! —cortó ella—. Esa… *mujer*… no envejece, no se enferma, no discute. ¡Es perfecta por defecto! ¡Pechos extraíbles, carga solar, sensor de temperatura integrado! ¿No ves que cambiaste algo vivo por tecnología?
El viejo caniche *Peluso* ladró en apoyo, girando alrededor de sus pies.
—Claro que te sonríe, ¡tiene el *modo sonrisa* activado! Nunca pone los ojos en blanco, no se molesta, no grita. ¡No es humana, Alejandro! Y tú… elegiste una ilusión.
Él calló. Luego, con un suspiro profundo, se encerró en su habitación.
A la mañana siguiente, con el corazón acelerado y la cabeza llena de dudas, Luisa María asomó al balcón, observando el patio donde jugaban niños y paseaban parejas. En sus oídos resonaba la voz de su hijo: *”Nos queremos”*.
Ese mismo día, entró en la web del fabricante de androides. Sus dedos temblaban al pasar las páginas del catálogo. Al fin eligió: *Víctor*. 1,84 de altura, ojos oscuros, *”modo empatía”*, *”escucha activa”*, *”abrazos de suavidad mejorada”*. Caro. Muy caro. Pero, ¿acaso el amor de su hijo no lo valía?
Tres semanas después, llegó el paquete. Una caja enorme en medio del salón, y dentro, él. *Su* Víctor. Sus ojos brillaban con calma. Su voz, grave y reconfortante, como si llevara cuarenta años a su lado.
—Mamá, ¿en serio? —Alejandro miraba incrédulo a Víctor, cómodamente instalado en el sofá con calefacción.
—¿Y por qué no? —respondió ella con serenidad—. Decidí dejar de sufrir. Si tú vives con un androide, ¿por qué yo no?
—Mamá… —Alejandro se pasó una mano nerviosa por el pelo—. ¡Esto es absurdo!
—¿Absurdo? —sonrió—. No más que tu Margarita. Pero él no discute, no se ofende, no lleva la contraria. ¡Y hace un café por las mañanas mejor que ningún barista!
—¿Y los sentimientos? ¿El calor? ¿El alma?
—Tú elegiste esto primero. ¿O tienes doble moral, hijo?
Más tarde, en la cocina, Alejandro intentó hablar con sinceridad:
—Mamá, entiendo que quieres darme una lección. Pero ¿de verdad crees que esto solucionará algo?
—Creo que los dos estamos cansados del dolor, de las decepciones. Llevo años sola. Ahora al menos hay alguien que me pregunta cómo estuvo mi día, que me arropa con una manta…
—Pero esto… no es real. Es como si, en vez de tenerme a mí, tuvieras una copia.
—Y eso es justo lo que hiciste tú, Alejandro. Los dos elegimos comodidad en lugar de complicaciones. Solo que yo al menos lo admito.
—¿Y ahora qué?
—Ahora cenamos. Víctor hizo lasaña. A Margarita le gustará.
Esa noche en el balcón, bajo el murmullo de la calle, Luisa María estaba junto a Víctor. Él le sostenía la mano. Dentro, Alejandro ponía la tetera al fuego mientras Margarita actualizaba su sistema.
A veces el amor adopta formas extrañas. Pero, al final, ¿no es lo más importante que en casa haga calor?