Amor sin derecho a la cercanía
Isabel Martínez se ajustó la bata blanca y miró el reloj. Aún le quedaban cuatro horas de turno, pero el cansancio ya pesaba en sus hombros. En el pasillo de neurología, el bullicio habitual: enfermeras iban y venían entre las habitaciones, mientras los familiares de los pacientes conversaban en voz baja.
—Doctora Martínez, tiene visita —anunció la joven enfermera Ana, asomándose a la puerta.
—¿Quién es?
—Un familiar de la paciente de la habitación siete. Creo que es el señor López.
Isabel asintió y dejó a un lado el historial médico que revisaba. López. Ese nombre hizo que su corazón latiera más rápido, aunque se esforzaba por dominar sus emociones.
Entró un hombre alto, de unos cincuenta años, con canas en las sienes y ojos castaños llenos de preocupación. Javier López llevaba una bolsa de frutas y parecía angustiado.
—Buenas tardes, doctora. ¿Cómo está mi esposa?
—Tome asiento, por favor —Isabel señaló la silla frente a su escritorio—. El estado de Carmen está estable. Responde bien al tratamiento.
Javier suspiró aliviado y se pasó una mano por el pelo.
—Gracias a Dios. He estado desesperado toda la semana. Cuando le dio el derrame, pensé que la perdía para siempre.
Isabel lo observó y sintió el mismo dolor familiar en el pecho. Un dolor que llevaba allí seis meses, sin darle tregua ni de día ni de noche.
—Javier, su esposa es una mujer fuerte. El ictus no fue muy extenso y ya recupera el habla. Con los cuidados adecuados, podrá llevar una vida normal.
—Gracias por todo lo que hace —dijo él, mirándola a los ojos—. Sé que dedica más tiempo a Carmen que a otros pacientes. Ella misma me lo ha dicho.
Isabel desvió la mirada. Era cierto. Le dedicaba más atención de la necesaria, pero no por profesionalismo, sino por la culpa que la corroía.
—Es mi trabajo. Todos los pacientes merecen lo mismo.
—Aun así, se lo agradezco. ¿Puedo verla?
—Claro. Pero no la fatigue con largas conversaciones.
Javier se levantó, pero no se marchó de inmediato.
—Doctora, ¿puedo hacerle una pregunta personal?
Isabel tensó los hombros.
—Adelante.
—¿Está casada?
La pregunta quedó suspendida en el aire. Ella lo miró y supo que no era simple curiosidad. En sus ojos había el mismo sentimiento que la atormentaba.
—No —respondió en un susurro—. No estoy casada.
—Ya veo. Perdone la indiscreción.
Se dirigió a la puerta, pero se volvió en el umbral.
—Isabel, quería decirle… Si las circunstancias fueran diferentes…
—No —lo interrumpió ella—. Por favor, no.
Él asintió y salió. Isabel se quedó sola en el despacho, sintiendo cómo las lágrimas asomaban. Se acercó a la ventana, donde la lluvia primaveral golpeaba los cristales.
Todo había comenzado en octubre, cuando Carmen ingresó con un primer derrame leve. Se recuperó rápido, pero Javier venía cada día al hospital: llevaba comida casera, le leía libros, le contaba las noticias.
Al principio, Isabel solo observaba esa devoción con interés profesional. Era raro ver tanto cuidado. Con el tiempo, empezó a esperar sus visitas, a escuchar su voz en los pasillos, a buscar excusas para pasar por la habitación siete cuando él estaba allí.
Y él, poco a poco, también parecía fijarse en ella. Preguntaba por el tratamiento, agradecía su atención, hablaban de libros y películas. Nada inapropiado, solo conversaciones entre dos personas.
Pero los sentimientos no piden permiso. Llegan sin aviso y se instalan en el corazón, sin importar las circunstancias.
Carmen recibió el alta a las tres semanas. Isabel creyó que no los volvería a ver e intentó olvidar esa extraña emoción que Javier le provocaba.
Pero en febrero, Carmen sufrió otro ictus. Esta vez, más grave. Javier llegó pálido como la cera.
—Doctora, sálvela, por favor —rogó cuando ella salió de urgencias—. Es mi todo. Llevamos treinta años juntos.
Treinta años. Isabel repitió mentalmente la cifra. Treinta años de matrimonio, memorias compartidas, costumbres, amor. ¿Y ella? Un piso vacío, su trabajo y un amor prohibido.
—Haremos todo lo posible —prometió.
Y así fue. Consultó a colegas, estudió nuevos tratamientos, vigiló cada cambio. Carmen no era solo una paciente; era la esposa del hombre al que amaba sin esperanza.
Un amor extraño. Secreto, no dicho, condenado. Solo se veían en el hospital, siempre por su salud. Hablaban de medicina. Pero entre palabras, había algo más. Algo que no podían nombrar.
—Doctora Martínez —la voz de la enfermera la devolvió a la realidad—. La paciente de la habitación siete la llama.
Suspiró y fue a ver a Carmen. La mujer estaba en la cama, hojeando una revista. A pesar de la enfermedad, se veía arreglada: pelo corto y gris peinado con cuidado, un leve maquillaje.
—Doctora, pase, siéntese —Carmen dejó la revista a un lado—. Quiero hablar con usted.
Isabel se puso en guardia. Había algo en su tono que no podía descifrar.
—¿Cómo se siente? ¿Le duele la cabeza?
—No, estoy bien. Ya recupero el habla y los movimientos. Pronto volveré a casa.
—Eso es maravilloso. El tratamiento funciona.
Carmen la miró con intensidad.
—Doctora, ¿puedo decirle algo? De mujer a mujer.
Isabel sintió un escalofrío.
—Claro.
—Es usted inteligente, bondadosa, hermosa. ¿Por qué sigue soltera?
—No se dio la ocasión. El trabajo consume mucho tiempo.
—Ya veo. ¿Quería hijos?
—Los quise. Pero el tiempo pasó.
Carmen asintió con comprensión.
—Tengo cincuenta y ocho años, doctora. He visto mucho en la vida. El corazón de una mujer lo entiende todo.
Isabel apretó las manos, presintiendo la dirección de la conversación.
—Carmen, ¿a qué viene esto?
—Veo cómo mira a mi Javier. Y cómo él la mira a usted.
El silencio se hizo espeso. Isabel quiso negarlo, pero las palabras no salieron.
—No sé de qué me habla.
—Sí lo sabe. Y¿sabe qué? No me enfado. Javier es un buen hombre. A cualquiera le gustaría.
—Carmen, entre nosotros solo hay relación profesional.
—Lo sé. Y no habrá más. Porque usted es una mujer decente, y él también. Pero los sentimientos están ahí, ¿verdad?
Isabel bajó la mirada. Negarlo era inútil.
—Sí —admitió en voz baja.
—Ya ve. Ahora escúcheme bien —Carmen se incorporó un poco—. Me estoy muriendo.
—¡Qué dice! Su estado es estable, el pronóstico es bueno…
—Doctora, lo siento. Este ictus no será el último. Habrá más, y tarde o temprano, uno me matará. Quizá en un mes, quizá en un año. Pero moriré.
Isabel quiso protestar, pero algo en la mirada de Carmen la detuvo.
—¿Por qué piensa eso?
—Porque estoy cansada de luchar. Treinta años de esposa, madre, ama de casa. Crié hijos, trabajé, cuidé de mis padres. Ahora soy una carga para mi marido.
—¡No es una carga! Javier la quiere mucho.
—Sí, me quiere. Pero veo lo cansado que está. Lo mucho que ha envejecido. Me cuida y olvida comer, dormir…
Carmen tomó la mano deIsabel cerró los ojos y sintió que el peso de aquel amor imposible, sostenido solo por miradas y silencios, sería para siempre su más dulce y dolorosa condena.