Amor sin derecho a la cercanía

**Amor sin derecho a la intimidad**

Ajusté mi bata blanca y miré el reloj. Faltaban cuatro horas para el final del turno, pero el cansancio ya se hacía notar. En el pasillo de la unidad de neurología, el bullicio habitual: enfermeras yendo de un lado a otro, familiares de pacientes hablando en voz baja.

—Doctora Delgado, tiene visita —anunció la joven enfermera Lucía desde la puerta.

—¿Quién es?

—Un familiar del paciente de la habitación siete. Domínguez, creo.

Asentí y dejé a un lado la historia clínica que revisaba. *Domínguez*. Ese nombre hizo que mi corazón latiera más rápido, aunque intentaba controlar mis emociones.

Entró un hombre alto, de unos cincuenta años, con las sienes plateadas y ojos castaños cansados. Javier Domínguez llevaba una bolsa con frutas y parecía preocupado.

—Buenas tardes, doctora. ¿Cómo está mi mujer?

—Siéntese, por favor —señalé la silla frente a mi escritorio—. El estado de Marta está estable. Responde bien al tratamiento.

Javier suspiró aliviado y se pasó una mano por el pelo.

—Gracias a Dios. Llevo toda la semana intranquilo. Cuando le dio el ataque, pensé que la perdía para siempre.

Lo observé y sentí ese dolor familiar en el pecho. Un dolor que llevaba ahí seis meses, sin darme paz ni de día ni de noche.

—Javier, tu esposa es una mujer fuerte. El ictus no fue muy extenso y ya recupera el habla. Con los cuidados adecuados, podrá llevar una vida normal.

—Gracias por todo lo que hace por ella —me miró directamente a los ojos—. Sé que le dedica más tiempo que a otros pacientes. Ella misma me lo ha dicho.

Desvié la mirada. Era cierto. Le prestaba más atención, pero no por profesionalidad, sino por culpa. Una culpa que me corroía.

—Es mi trabajo. Todos los pacientes merecen atención.

—Aún así, gracias. ¿Puedo verla?

—Claro. Pero no la fatigue con conversaciones largas.

Javier se levantó, pero no se marchó.

—Doctora, ¿puedo hacerle una pregunta personal?

Me tensé.

—Dígame.

—¿Está casada?

El aire se volvió pesado. En su mirada vi el mismo sentimiento que atormentaba mi corazón.

—No —respondí en voz baja—. No estoy casada.

—Entiendo. Disculpe la indiscreción.

Se dirigió a la puerta, pero se detuvo en el umbral.

—Doctora Delgado… quiero decir que… si las circunstancias fueran otras…

—No —lo interrumpí—. Por favor, no siga.

Asintió y salió. Me quedé sola, sintiendo cómo las lágrimas amenazaban con caer. Me acerqué a la ventana. Afuera, la lluvia de primavera golpeaba los cristales.

Todo empezó en octubre, cuando ingresaron a Marta con su primer ictus. Fue leve, y se recuperó rápido. Pero su marido, Javier, venía cada día. Le traía comida casera, le leía libros, le contaba novedades.

Al principio, solo observaba esa devoción con interés profesional. No era común en mi práctica. Pero poco a poco, empecé a esperar su llegada. A escuchar su voz en el pasillo. A buscar excusas para acercarme a la habitación siete cuando él estaba allí.

Y él, también, parecía notarme. Hacía preguntas sobre el tratamiento de su mujer, me agradecía, a veces hablábamos de libros o películas. Nada inapropiado. Pero el corazón no pide permiso.

Marta se fue a las tres semanas. Creí que no los volvería a ver, e intenté olvidar esa inquietud que sentía con Javier.

Pero en febrero, Marta sufrió otro ictus, más grave. Javier llegó pálido, suplicando:

—Sálvela, por favor. Es todo para mí. Llevamos treinta años juntos.

Treinta años. Repetí la cifra mentalmente. Treinta años de matrimonio, recuerdos, rutinas. ¿Y yo? Un piso vacío, el trabajo y un amor imposible.

—Haremos lo posible —prometí.

Y así fue. Consulté a colegas, estudié tratamientos, vigilé cada cambio en su estado. Marta no era solo una paciente. Era la esposa del hombre al que amaba sin derecho a correspondencia.

Un amor extraño. Secreto, callado, condenado. Solo nos veíamos en el hospital, por su salud. Hablábamos solo de medicina. Pero entre palabras, había algo más.

—Doctora Delgado —la voz de la enfermera me sacó de mis pensamientos—. La paciente de la habitación siete la llama.

Suspiré y fui. Marta estaba en la cama, leyendo una revista. A pesar de todo, se veía serena. Su pelo corto y canoso bien peinado, un leve maquillaje en el rostro.

—Pase, siéntese —dejó la revista a un lado—. Quiero hablar con usted.

Su tono me alertó. Había algo en su voz que no sabía descifrar.

—¿Cómo se siente? ¿Le duele la cabeza?

—No, estoy bien. El habla casi ha vuelto. Pronto me iré a casa.

—Eso es maravilloso. El tratamiento está funcionando.

Marta me miró fijamente.

—Doctora, ¿puedo decirle algo? De mujer a mujer.

Un escalofrío me recorrió la espalda.

—Claro.

—Es hermosa, inteligente, amable. ¿Por qué sigue soltera?

—No se dio. El trabajo consume mucho tiempo.

—Ya. ¿Quiso tener hijos?

—Lo deseé. Pero el tiempo pasó.

Ella asintió.

—Tengo cincuenta y ocho años, doctora. He visto mucho en esta vida. Y el corazón de una mujer… lo entiendo bien.

Apreté las manos, sintiendo que se acercaba una conversación incómoda.

—Marta, ¿a qué viene esto?

—Veo cómo mira a mi Javier. Y cómo él la mira a usted.

El silencio fue denso. Quise negarlo, pero las palabras no salieron.

—No creo entender…

—Sí lo entiende. ¿Y sabe qué? No me enfado. Javier es un buen hombre, cualquiera podría enamorarse de él.

—Marta, entre nosotros solo hay una relación profesional.

—Lo sé. Y así será. Porque usted es una mujer decente, y él un hombre decente. Pero los sentimientos… ¿están ahí, no?

Bajé la mirada. No tenía sentido mentir.

—Sí.

—Muy bien. Ahora, escúcheme con atención —se incorporó un poco—. Me estoy muriendo.

—¡Qué dice! Su estado es estable, el pronóstico…

—Doctora, lo siento. Este ictus no será el último. Habrá más, y uno de ellos me matará. Quizá en un mes, quizá en un año. Pero moriré.

Quise protestar, pero algo en su mirada me detuvo.

—¿Por qué piensa eso?

—Porque estoy cansada. Treinta años de matrimonio, de criar hijos, de trabajar. Ahora solo soy una carga.

—No lo es. Javier la quiere mucho.

—Sí, me quiere. Pero veo cómo se agota. Ha envejecido en estos meses. Me cuida, pero él se olvida de comer, de dormir.

Tomó mi mano.

—Doctora, quiero pedirle un favor.

—¿Cuál?

—Cuando yo no esté, cuide de Javier. Estará muy solo.

Intenté soltarme, pero ella apretó.

—Marta, no hable así. Se recuperará, tendrá una vida larga.

—No nos engañemos. Hablo como médica. Me quedan semanas, quizá dos meses. El corazón ya no aguanta.

El silencio llenó la habitación. Afuera, la luz de una farola se encendió.

—¿Qué espera de mí? —pregunté al fin.

—No mucho.**Y cuando llegue ese momento, si el destino nos lo permite, tal vez nuestro amor encuentre por fin el camino que hoy la vida nos niega.**

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