Amor sin acceso a la intimidad

**Amor sin derecho a intimidad**

La doctora Lucía Martínez se ajustó la bata blanca y echó un vistazo al reloj. Aún faltaban cuatro horas para el final del turno, pero el cansancio ya se notaba. En el pasillo de neurología, el ajetreo habitual: enfermeras iban y venían entre las habitaciones, mientras los familiares de los pacientes murmuraban en los rincones.

—Doctora Martínez, tiene visita —anunció la joven enfermera Sofía, asomándose a la consulta.

—¿Quién es?

—Un familiar del paciente de la habitación siete. Creo que es el señor Jiménez.

Lucía asintió y dejó a un lado la historia clínica que estaba revisando. *Jiménez*. Ese nombre le aceleró el corazón, aunque intentó dominar sus emociones con todas sus fuerzas.

Entró un hombre alto, de unos cincuenta años, con las sienes plateadas y ojos marrones cansados. Alejandro Jiménez llevaba una bolsa de frutas y parecía preocupado.

—Buenas tardes, doctora. ¿Cómo está mi esposa?

—Siéntese, por favor —indicó Lucía señalando la silla frente a su mesa—. El estado de Carmen Sánchez es estable. Está respondiendo bien al tratamiento.

Alejandro suspiró aliviado y se pasó una mano por el pelo.

—Gracias a Dios. He estado angustiado toda la semana. Cuando le dio el ataque, pensé que la perdía para siempre.

Lucía lo miró y sintió ese dolor familiar en el pecho, el que llevaba ahí seis meses y no la dejaba en paz ni de día ni de noche.

—Alejandro, su esposa es una mujer fuerte. El ictus no fue muy extenso, y el habla ya se está recuperando. Con los cuidados adecuados, podrá volver a una vida normal.

—Gracias por todo lo que hace —dijo él, mirándola fijamente—. Sé que dedica más tiempo a Carmen que otros médicos. Ella misma me lo ha dicho.

Lucía desvió la mirada. Era cierto: prestaba más atención a Carmen que a otros pacientes, pero no por profesionalismo, sino por la culpa que la corroía por dentro.

—Es mi trabajo. Todos los pacientes merecen atención.

—Aun así, se lo agradezco. ¿Puedo verla?

—Por supuesto. Solo no la fatigue con conversaciones largas.

Alejandro se levantó, pero no se marchó enseguida.

—Doctora, ¿puedo hacerle una pregunta personal?

Lucía se tensó.

—Adelante.

—¿Está casada?

La pregunta quedó flotando en el aire. Ella lo miró y supo que no era simple curiosidad. En sus ojos había el mismo sentimiento que la atormentaba a ella.

—No —respondió en voz baja—. No estoy casada.

—Entiendo. Disculpe la indiscreción.

Se dirigió a la puerta, pero se detuvo en el umbral.

—Lucía, quería decirle… Si las circunstancias fueran diferentes…

—No —lo interrumpió—. Por favor, no siga.

Él asintió y salió. Lucía se quedó sola en la consulta, sintiendo cómo las lágrimas asomaban. Se acercó a la ventana, donde la lluvia primaveral golpeaba los cristales.

Todo había empezado en octubre, cuando ingresaron a Carmen con su primer ataque. Entonces fue un ictus leve, y la mujer mejoró rápido. Pero Alejandro venía al hospital cada día, llevaba comida casera, le leía libros, le contaba noticias.

Al principio, Lucía solo observaba esa idilio familiar con interés profesional. Era raro ver tanto cariño en su trabajo. Normalmente, los familiares visitaban a los pacientes de vez en cuando, y algunos no recibían a nadie.

Pero poco a poco, empezó a esperar las visitas de Alejandro. A escuchar su voz en el pasillo. A buscar excusas para pasar por la habitación siete cuando él estaba allí.

Y él, al parecer, también empezó a fijarse en ella. Preguntaba por el tratamiento de su esposa, le agradecía su atención, a veces hablaban de libros o películas. Nada reprochable, solo conversaciones normales.

Pero los sentimientos no piden permiso. Llegan solos y se instalan en el corazón, sin pedir opinión.

Carmen recibió el alta a las tres semanas. Lucía creyó que no los volvería a ver e intentó olvidar esa agitación extraña que sentía al encontrarse con Alejandro.

Pero en febrero, Carmen sufrió otro ataque, más grave esta vez. La trajeron en ambulancia, y Alejandro estaba pálido como la cera.

—Doctora, por favor, sálvela —suplicó cuando Lucía salió de urgencias—. Ella es todo para mí. Llevamos treinta años juntos.

Treinta años. Lucía repitió la cifra mentalmente. Treinta años de matrimonio, recuerdos, costumbres, amor. ¿Y ella? Un piso vacío, su trabajo y un amor que nunca podría ser correspondido.

—Haremos todo lo posible —prometió.

Y así fue. Consultó a colegas, estudió nuevos tratamientos, vigiló cada cambio en el estado de la paciente. Carmen no era solo una enferma: era la esposa del hombre al que Lucía amaba, sin derecho a nada.

Un amor extraño. Secreto, no dicho, condenado. Solo se veían en el hospital, siempre por la salud de su mujer. Hablaban solo de medicina. Pero entre palabras, había algo más, algo que no podían pronunciar.

—Lucía —la voz de la enfermera la sacó de sus pensamientos—. La paciente de la habitación siete la llama.

Suspiró y fue a ver a Carmen. La mujer estaba en la cama, leyendo una revista. A pesar de la enfermedad, se veía arreglada: el pelo corto y gris bien peinado, un poco de maquillaje.

—Doctora, pase, siéntese —dijo Carmen, dejando la revista—. Quiero hablar con usted.

Lucía se inquietó. Había algo en su tono que no entendía.

—¿Cómo se siente? ¿Le duele la cabeza?

—No, todo bien. El habla ya casi ha vuelto, los movimientos también. En poco tiempo estaré en casa.

—Eso es maravilloso. Significa que el tratamiento funciona.

Carmen la miró con intensidad.

—Doctora, ¿puedo decirle algo? De mujer a mujer.

A Lucía se le erizó la piel.

—Claro.

—Usted es inteligente, hermosa, amable. ¿Por qué sigue soltera?

—No se dio la oportunidad. El trabajo ocupa mucho tiempo.

—Ya veo. ¿Quería tener hijos?

—Los quise. Pero el tiempo pasó.

Carmen asintió, comprensiva.

—Tengo cincuenta y ocho años, doctora. En mi vida he visto muchas cosas, y entiendo. El corazón de una mujer, especialmente.

Lucía apretó las manos, presintiendo una conversación incómoda.

—Carmen, ¿a qué viene esto?

—Veo cómo mira a mi Alejandro. Y cómo él la mira a usted.

El silencio se hizo pesado. Lucía quiso negarlo, pero las palabras no salieron.

—No sé de qué me habla.

—Sí lo sabe. Y ¿sabe qué? No me enfado. Alejandro es un buen hombre, cualquiera podría enamorarse de él.

—Carmen, entre nosotros no hay nada más que una relación profesional.

—Lo sé. Y no lo habrá. Porque usted es una mujer decente, y él también. Pero los sentimientos están ahí, ¿verdad?

Lucía bajó la mirada. Negarlo era inútil.

—Sí —admitió en voz baja.

—Ya ve. Ahora escúcheme bien —Carmen se incorporó un poco—. Me estoy muriendo.

—¡Qué dice! Su estado es estable, el pronóstico es bueno…

—Doctora, lo siento. Este ictus no será el último. Habrá más, y tarde o temprano, uno de ellos me matará. Quizá en un mes, quizá en un año. Pero moriré.

Lucía quiso protestar, pero algo en la mirada de Carmen la detuvo.

—¿Por qué piTras un silencio eterno, Lucía extendió su mano y la sostuvo entre las suyas, sabiendo que, aunque el amor no siempre llega a tiempo, a veces encuentra su propio camino en medio del dolor.

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