AMOR QUE YA NO ES.

**SE ACABÓ EL AMOR**

—¿Por qué estás tan callada y pensativa hoy? —preguntó Javier a su esposa mientras cenaban en la cocina, ya entrada la noche.

María, su mujer, le sirvió la cena recalentada en silencio.

—¿Vas a llegar tarde otra vez? —murmuró ella, casi sin alzar la voz.

—Tomé horas extra… habrá prima al final del trimestre.

Javier, un empleado de banca de treinta y cinco años, apuesto y bien conservado, acababa de llegar a casa. Allí le esperaban su familia: su mujer y sus tres hijas —de seis, cuatro años y una recién nacida—. Desde hacía tiempo, dos años para ser exactos, evitaba volver a casa. Se quedaba trabajando hasta tarde, vagaba por las calles de Madrid… y solo regresaba al piso cuando la noche era profunda. Estaba harto de los gritos infantiles, el desorden, los pañales, los bodies… el llanto de los niños a medianoche y su esposa, siempre sumergida en las tareas maternales, descuidada: con una bata vieja, el pelo recogido en una cola, ojeras moradas y una quietud que lo asfixiaba.

Cuando se casó con aquella belleza alegre de su oficina, ¿acaso imaginó que la vida en pareja se convertiría en una carga tan pesada? En un desengaño tan amargo. No, los primeros años fueron felices: nació su primera hija. Él ayudaba en casa, se esforzaba por darle tiempo los fines de semana para que visitara la peluquería, se hiciera las uñas… Pero al año, María volvió a quedarse embarazada —habían decidido tener dos hijos seguidos, «quitarse el tema de encima»—. La segunda niña fue un bebé inquieto: lloraba sin parar hasta los seis meses, y Javier llegaba al trabajo con los ojos rojos de fatiga. Tras medio año, la pequeña se calmó y la vida mejoró. Las niñas entraron en la guardería, y María volvió a trabajar… Hasta que llegó la sorpresa: otro embarazo.

Él no quería más hijos, pero ella montó un escándalo, derramando lágrimas de cocodrilo. Él se resistió: «¿Para qué otro niño? —rogaba—. Estos son aún pequeños… Ahora hay métodos quirúrgicos, intervenciones sencillas. Podemos pagarlo».

Pero María fue inflexible. Él cedió, esperando un varón. Pero el embarazo fue difícil, con hospitalizaciones constantes. Y él se quedaba solo con las dos niñas: la guardería, los paseos, la colada, la limpieza… Sin ayuda alguna: sus suegros vivían en Canarias, lejos. Su única familia era su madre, enferma y mayor, que necesitaba más cuidados que apoyo.

El tercer bebé tampoco dormía —solo se calmaba en brazos de su madre—. Poco a poco, Javier comenzó a odiar el regreso a casa.

«¿Qué he vivido estos siete años? El primer año íbamos al cine, a cafeterías, exposiciones… hasta viajamos a la costa. Y después? Pañales, llantos, bodies…», pensaba, amargado.

Ya no la deseaba. La intimidad con ella le repelía. Volvía tarde, cuando las niñas dormían. No podía mirarla. Le daba lástima —¿en qué se había convertido aquella mujer radiante?—. Pero más lástima le daba a sí mismo. Algo tenía que cambiar. No soportaba esa vida.

En el banco, sus compañeros presumían de viajes a Tenerife o Ibiza. «¿Cuándo llevarás a tu familia a la playa? Con tu sueldo…», le preguntaban. Él callaba. ¿A quién le diría que soñaba con huir, aunque fuera unos días? Mejor unos meses.

—Javi, estoy embarazada otra vez —susurró María, dejándose caer en una silla.

Él se quedó petrificado, la cuchara de sopa suspendida en el aire.

—¿Estás loca? ¡Ni siquiera recuerdo la última vez que lo hicimos! —gritó.

—Son doce semanas… ya no se puede hacer nada —murmuró ella.

—¡Has perdido la cabeza! ¡Basta! Esto no es vida, es una pesadilla. ¡Mírate! ¿Cuándo fuiste a la peluquería por última vez? ¡Juraste que te cuidabas! Pareces un espectro… No te soporto. Me voy. Quédate tú sola con los niños. ¡Haz lo que te dé la gana!

—¿A dónde vas? ¿Y nosotras? —Una lágrima solitaria rodó por su mejilla.

—Os dejo el piso y todo lo que hay dentro. Me llevo el coche y me voy a casa de mi madre. No quiero verte —vociferó, cada vez más alto.

Se levantó de un salto y se dirigió a la puerta con paso firme.

—Ni en mis peores pesadillas imaginé esto. No es vida, es cadena perpetua —rugió al salir, slanzo la puerta tras de sí.

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