Amor que surgió de la traición

—Carmen Valdés, se lo suplico. ¡No me despida! Tengo dos hijos, una hipoteca. —Inés Álvarez estaba frente a la directora del colegio, arrugando documentos en sus manos—. ¡Me enmendaré, lo juro!

—Inés Fernández, falsificó su título universitario. Es una falta grave que… —La directora del instituto Cervantes habló con firmeza.

—¡Iba a terminar la carrera! ¡Palabra! Solo me faltaba un año para defender el proyecto en Magisterio —interrumpió la profesora de primaria mientras lágrimas resbalaban por sus mejillas—. Carmen Valdés, ¡déme una oportunidad!

La directora observó con compasión a la joven. Inés llevaba tres años en el centro, los niños la adoraban y los padres elogiaban sus clases. Pero la ley era clara.

—Bien. Tiene un mes para presentar su título auténtico. Si no…

—¡Gracias! ¡Muchísimas gracias! —Inés corrió hacia la puerta, pero se giró al cruzar el umbral—. ¿Cómo se enteró?

—Una inspección de la Consejería de Educación revisó los documentos de todo el personal. Hallaron inconsistencias por casualidad.

Al salir del despacho, Inés casi choca con Bruno Delgado, el profesor de educación física. Alto, canoso y de unos cincuenta y cinco años, la sostuvo del codo.

—¿Qué ocurre, Inés Fernández? Está pálida como la cera.

—Bruno Delgado, ¡todo está perdido! —sollozó—. ¡Me van a despedir!

—¿Y por qué razón?

Inés dudó. Confesar la verdad le daba vergüenza. Bruno era un hombre recto, con reputación impecable tras veinte años en el colegio.

—Hubo un problema con los papeles —murmuró evasivamente.

—¿Qué fallaba exactamente? ¿Puedo ayudar?

Ella alzó hacia él sus ojos llorosos. Bruno siempre la trató con un cariño paternal, a veces le regalaba turrones, preguntaba por sus hijos. Tras su divorcio, Inés añoraba tanto el apoyo masculino.

—El título… Tengo dificultades con el título.

—¿Lo perdió?

—Sí —mintió Inés, aferrándose a aquel hilo—. Durante la mudanza. Obtener un duplicado tarda mucho por la burocracia insufrible.

Bruno se rascó la barbilla pensativo.

—¿Dónde estudió? ¿En qué año acabó?

—En la Universidad Complutense de Madrid —respondió Inés sin pestañear. En realidad solo cursó tres años allí; luego se casó, tuvo hijos, y retomar los estudios fue imposible.

—Mire, conozco a alguien en el archivo de esa facultad. Quizá pueda acelerar el duplicado. ¿Cómo figuraba? ¿Apellido de casada o de soltera?

Inés sintió que se hundía más en el lodazal de su engaño.

—De soltera. Inés Fernández Ruiz.

—Bien, hablaré con Guillermo Torres. Es el responsable de archivos allí. Fuimos amigos desde la juventud.

—Bruno Delgado… Es usted… muy bueno conmigo —susurró Inés—. No sé cómo agradecérselo.

—¡Anda ya! Somos compañeros. Hay que ayudarse.

Esa tarde, Inés se agitaba en la cocina como un animal acorralado. Marcos, de siete años, hacía deberes en la mesa; Lucía, de cinco, jugaba con muñecas en un rincón.

—Mamá, ¿por qué lloras? —preguntó el niño apartando sus cuadernos.

—Nada, hijo. Solo estoy cansada del trabajo.

—¿Vendrá papá?

—No, Marquito. Papá vive aparte, ¿recuerdas?

Inés contempló a sus hijos y el corazón se le apretó. Por ellos había falsificado el diploma. Necesitaba trabajo urgente, un sueldo digno. En un colegio además había ventajas, seguridad social.

Al día siguiente, Bruno la abordó en el recreo.

—Inés Fernández, hablé con Guillermo Torres. Revisó los archivos.

A ella se le encogió el pecho.

—¿Y?

—Es raro. Su nombre no aparece en las listas de graduados. Quizá confundió el año. ¿Recuerda el nombre exacto de su facultad?

Inés sintió que el suelo desaparecía bajo sus pies. Debía improvisar algo.

—Bruno Delgado, creo que me equivoqué. Tras el divorcio tuve tanto estrés que casi no recuerdo nada. Quizá fue otra universidad. Lo averiguaré y se lo diré.

—Claro, no se preocupe. La cabeza falla tras los golpes, es normal.

Su mirada de preocupación aumentó la vergüenza de Inés. Bruno enviudó hacía tres años; su esposa murió de cáncer. Sin hijos. Colegas decían que lo superó mal, hasta viajó solo a Mallorca para distraerse.

—¿Podría invitarla a comer? Para agradecerle su ayuda.

—¡Pero Inés Fernández! No gaste por eso.

—De veras, quiero. Se preocupa tanto por mí… Y apenas conozco nada de usted, aparte de que enseña gimnasia.

Bruno titubeó.

—Bueno, si es en la cafetería del colegio. Hacen unas croquetas exquisitas.

Durante el almuerzo, charlaron. Bruno pescaba los fines de semana, leía novelas históricas y cuidaba su casa de campo cerca de Toledo. Vivía solo en un piso de dos habitaciones y cocinaba él mismo.

—¿Y cómo lo lleva usted? Con dos niños debe ser duro.

—Me apaño —suspiró Inés—. Marcos ayuda con Lucía. Es muy responsable.

—¿Su ex paga la pensión?

—Sí, pero sin regularidad. A veces no tiene trabajo o inventa excusas.

Bruno frunció el ceño.

—Incomprensible. Abandona a sus hijos y casi ni los mantiene.

—¿Qué le voy a hacer? Así es la vida.

—Inés Fernández, ¿le importaría si me interesara por usted de vez en cuando? Veo que esta cuestión le angustia.

—Para nada. Me gusta saber que alguien piensa en mí.

A partir de entonces, Bruno buscaba a Inés cada día; preguntaba, traía peras de su huerta para los niños. Ella sentía su apoyo sincero y a la vez sufría por sus mentiras.

Tras una semana, él aludió de nuevo al diploma.

—Inés Fernández, ¿recordó dónde cursó sus estudios?

—Bruno Delgado, debo confesarle algo —dijo ella con valor—. Pero temo su desprecio.

—Dígame qué pasa.

—Yo… nunca terminé la carrera. Me casé en el tercer año, tuve a mis hijos. Luego él se marchó, y tuve que trabajar. Falsifiqué el título para entrar en el colegio. Sé que actué fatal, pero debía alimentar a mis hijos
Y mientras Ana Isabel apoyaba la cabeza en el hombro de Borja, sintiendo el suave vaivén del vals, comprendió que las segundas oportunidades, tejidas con sinceridad y esfuerzo, son los regalos más inesperados y valiosos que la vida puede ofrecer.

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Amor que surgió de la traición