Amor que sobrevive al paso del tiempo

El amor que perduró a través de los años

A un pequeño pueblo de Castilla llegó una familia nueva. Justo acababan de construir una escuela. El viejo director se jubiló, y llegó un nuevo profesor, Rodrigo Martínez, con su esposa —maestra de matemáticas— y su hija Estrella, de quince años.

Estrella no se parecía en nada a las chicas del pueblo. Todos los muchachos la miraban, y las chicas locales se molestaban. La recién llegada siempre iba impecable, con una trenza gruesa y apretada, los zapatos relucientes. Incluso en otoño, cuando el barro cubría las calles, encontraba un charco para limpiarlos antes de entrar a la escuela.

“Estrella no tiene nada mejor que hacer, revolcándose en el agua”, se burlaban las jóvenes del pueblo, aunque poco a poco también empezaron a imitarla.

Porque veían que a los chicos les gustaba esa pulcra chica nueva.

En el pueblo vivía Miguel, un muchacho trabajador de dieciséis años, alto y robusto. Había dejado los estudios después de octavo y trabajaba en el campo: segaba con los hombres, amontonaba la hierba en almiares tan perfectos que las mujeres del lugar no salían de su asombro.

Miguel tenía fama de galán. Desde los catorce, las chicas se le ofrecían, y él no se resistía —era guapo. A los dieciséis, ya buscaba intimidad bajo los haces de heno. Ahora tenía diecisiete.

“Mira a Miguel, conquistando a diestra y siniestra”, decían los vecinos, y él sólo sonreía.

Pero todo cambió cuando vio por primera vez a Estrella. Iba con su madre al pequeño mercado del pueblo, recién llegada, pulcra y delicada.

“¿Qué clase de aparición es esta?”, se sorprendió Miguel, preguntándole a su amigo Jorge, un pelirrojo pecoso.

“Son los nuevos. Su padre es el director, y esa es Estrella. La madre enseña matemáticas”.

Y así, Miguel se perdió. Olvidó por completo sus andanzas, como si jamás hubiera mirado a otra chica. Al verla, hasta cerró los ojos un instante. Había algo etéreo en ella, y su alma inquieta se estremeció.

Comprendió que Estrella aún era una niña y no intentó acercarse, observándola desde lejos. Pero en el pueblo todos sabían que Miguel estaba enamorado.

Pasó el otoño, llegó el invierno. El río se congeló, y los jóvenes patinaban sobre el hielo con sus viejos patines atados a las botas. Las chicas del pueblo no sabían patinar.

Pero entonces ocurrió un milagro. Apareció Estrella con unos patines de verdad, elegantes como ella misma.
Qué manera de moverse… Todos miraban boquiabiertos desde la orilla mientras trazaba figuras sobre el hielo, girando y deslizándose sobre un pie y luego el otro.

“Vaya, Estrella sí que sabe, dibujando filigranas”, murmuraban los mayores, y los pequeños no podían apartar la vista.

Miguel no la vio salir al río. Iba de vuelta del trabajo cuando escuchó gritos.

“¡Ayuda, ayuda!”, alguien se ahogaba en un claro donde el agua no se congelaba del todo. Corrió sin pensar.

“¡Es Estrella!”, gritaban los niños.

Miguel no lo dudó, se lanzó al rescate. Avanzó gateando por el hielo fino, viendo el terror en los ojos de la chica, que se aferraba con fuerzas. Sin pensarlo, se quitó el cinturón y se lo lanzó. Ella lo agarró, y él tiró con todas sus fuerzas. La arrastró hasta la orilla y luego la cargó, temblorosa y empapada, hasta su casa.

**”Ella quiere que vengas”**

El pueblo entero supo cómo Miguel salvó a Estrella. Los rumores crecieron, pero al anochecer, la madre de la chica llegó a la puerta de Miguel.

“Muchas gracias, Miguelito”, le dijo, entregándole un paquete de dulces. “Estrella quiere verte. Está en cama con fiebre”.

Miguel la acompañó. Estrella, pálida, le sonrió débilmente y le tendió una mano caliente.

“Gracias, Miguel. Sin ti…”, una lágrima rodó, y él la secó con su mano.

Desde entonces, iba cada tarde. Trabajaba de día, pero al caer el sol, se sentaba en su habitación. Ella hablaba, él escuchaba, embelesado por su voz.

Cuando cumplió dieciséis, ya paseaban de la mano. Él le dio su primer beso.

Al año siguiente, Miguel se enlistó en el ejército. La despedida fue larga. Ella lloró, él la consoló.

“Pasará rápido. Espérame”, le dijo, y ella prometió hacerlo.

Pero la suerte es cruel. Lo enviaron a una misión peligrosa. Herido, perdió una pierna. Pasó meses en el hospital sin avisar a nadie, menos a Estrella.

“No volveré así. No quiero que me vea cojo”, pensaba. “Que siga su vida sin mí”.

Se recuperó lo suficiente y se fue con un compañero a vivir a otra ciudad. Con el tiempo, encontró trabajo y hasta se casó. Vera, una mujer amable, le propuso matrimonio.

“Miguel, casémonos. Te ayudaré”, le dijo.

“Acepto”, respondió él, aunque sabía que su corazón seguía siendo de Estrella.

Vivieron con respeto, incluso tuvieron una hija, Alba.

Pasaron los años. Volvió de visita al pueblo, donde aún vivía su madre. Vio a Estrella, ahora una mujer rural, casada con un hombre llamado Zacarías. Madre de tres hijos. La belleza persistía, aunque el tiempo había redondeado su figura.

En cada encuentro, sentía que algo seguía uniéndolos. Pero ambos se contenían. Tras esas visitas, bebía sin control, asustando a Vera. Luego se calmaba.

**La soledad lo aplastó**

El tiempo pasó. Miguel y Estrella envejecieron. Los hijos se fueron. Vera siempre supo que él no la amaba, aunque la respetaba. Ella sí lo quiso, pero una enfermedad se la llevó temprano.

Miguel quedó solo.

“Padre, ven a vivir con nosotros”, le dijo Alba.

Aceptó, pero la ciudad no era su lugar. En el balcón del octavo piso, añoraba su pueblo.

Hasta que un día decidió volver. Sabía que Estrella enviudó hacía años.

“Alba, quiero morir en el pueblo”, confesó durante la cena.

“¿Qué dices? ¡Allí no tienes nada!”, protestó ella, pero él insistió.

**El regreso**

Llegaron y encontraron el pueblo abandonado, su casa en ruinas.

Pero Estrella, más gruesa, caminando con bastón, apareció y los invitó a su hogar.

Pasaron la tarde hablando. Alba se fue al día siguiente, aunque extrañada.

“Estrella, no vine por casualidad”, confesó Miguel. “Quiero quedarme. Morir aquí, junto a mis padres. ¿Me dejas vivir contigo?”.

“Papá, ¿en serio?”, intervino Alba.

“Calladita”, la reprendió.

Estrella dudó. “Una semana, a ver”, aceptó al fin.

Miguel sonrió. Alba partió, incómoda.

Pasaron cuatro días de charlas y recuerdos. Hasta que, al quinto, Miguel no despertó.

Estrella cerró sus ojos y lloró sobre él.

Lo enterraron en el pueblo, junto a sus padres.

Allí donde, mientras ella viva, su amor perdura.

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