**PROTEGIDOS POR EL AMOR**
El encuentro entre Laura y Javier estaba escrito en las estrellas.
Javier nunca había visto a su padre. Lo criaron su madre y su abuela. Cuando era pequeño y preguntaba por él, su madre balbuceaba algo incomprensible: “Tu padre es geólogo, está siempre en expediciones buscando minerales”. Una vez, exasperada, le gritó: “¡Nunca has tenido padre, Javier!”
De niño, Javier aceptaba esas excusas. Pero al crecer, quiso saber la verdad. No podía haber nacido por arte de magia. Su abuela, en un momento de confidencia, le contó que su madre había vuelto de un viaje de trabajo embarazada.
Se sintió aliviado: al menos no lo habían encontrado en un repollo. Decidió buscar a su padre cuando tuviera la oportunidad. No importaba si este lo quería o no. “Soy su hijo, no un desconocido”, pensó. Y también se prometió: “Tendré una familia de verdad. Una sola esposa y muchos hijos”.
Laura tampoco conoció el amor de un padre. Sus padres se separaron antes de que ella cumpliera dos años. Un padrastro ocupó su lugar. Era buena persona, pero siempre comparaba a Laura con sus hijos del primer matrimonio. Eso le dolía. Solo tenía el amor de su madre.
Al crecer, Laura decidió: “Si alguna vez me caso, será una sola vez y para siempre. Solo falta encontrar al indicado”.
Y lo encontró.
Era Nochebuena. Hacía frío en Madrid, y la gente apuraba los últimos preparativos. En una librería del centro, Javier y Laura hicieron cola para pagar. Ambos llevaban un libro de Miguel de Cervantes. Sus miradas se cruzaron. Y Javier no lo dudó: la conquistó con halagos y preguntas discretas. No podía dejarla ir. ¡Esa era la mujer de su vida!
Laura, aunque educada y reservada, se sintió cómoda con ese chico entusiasta. Era como si se conocieran de toda la vida. Pero no era propio de una mujer como ella entablar una amistad así. Javier comprendió y, para empezar, le pidió su número. Ella tomó el suyo, pero no le dio el suyo. “Te llamaré después de las fiestas”, prometió enigmática.
Javier no iba a dejar que esa bendición del cielo se le escapara. Siguió a Laura en secreto y descubrió su dirección.
Pasaron las fiestas y Laura no llamó. Javier, impaciente, actuó. Dejó su ejemplar de *El Quijote* en el buzón de Laura. ¿Se daría cuenta ella? Esa misma noche, él recibió una llamada:
“¿Javier? ¿Por qué no me llamaste? ¡Te estuve esperando!”
“Laura, no tenía tu número. ¡Te habría llamado hace días! ¿No recuerdas que no quisiste dármelo?” Javier sonreía feliz.
“¡Pero al final me encontraste igual!” replicó ella.
“Lógica femenina”, pensó él, encantado. Laura tampoco le era indiferente.
No esperaron más. Se casaron por lo civil y por la Iglesia. ¿Cómo no, si tenían tanto en común? Un amor puro, el deseo de una familia numerosa y la pasión por la literatura. ¿Acaso eso no bastaba?
Sobre ese cimiento construyeron su vida. Laura enseñaba lengua en la universidad; Javier era programador. Con el tiempo, llegó Lucía, luego Pablo. Todo iba como la seda.
Javier nunca abandonó la idea de encontrar a su padre. Internet ayudó. Entre decenas de homónimos, dio con él. Vivía en Barcelona. Lo invitó a visitarlo.
La reunión fue emotiva. Su padre tenía otra familia, pero no había olvidado a Javier.
“Me alegra que me encontraras, hijo. Ahora no nos perderemos”, le dijo abrazándolo.
Javier le habló con orgullo de su esposa, de Lucía y Pablo. “Ya eres abuelo dos veces, y esto no para aquí”.
Su padre era catedrático de medicina. Javier volvió a casa emocionado.
Pero la vida familiar le dejaba poco tiempo para seguir visitándolo. Con los años, el contacto se perdió.
Lucía y Pablo crecieron. Laura decidió hacer su tesis doctoral. Su madre y abuela eran doctoras en filosofía, y ella no quería quedarse atrás. Eligió un tema relacionado con Cervantes.
Javier la apoyó. Durante tres años, mientras Laura investigaba, nació Martina.
Cuando Martina empezó el colegio, Laura retomó su tesis. Estaba a punto de lograr su título…
Hasta que Javier enfermó. Los médicos no daban un diagnóstico claro, pero era grave. No respondía a los tratamientos. Con solo cuarenta años, su vida se apagaba.
Laura no podía soportarlo. En silencio, lloraba, sabiendo además que esperaba otro hijo. No se lo dijo a Javier para no hacerlo sufrir más.
“Javier, ¡tienes que levantarte! ¡No nos dejes solos!”, le suplicaba entre lágrimas.
Desde Barcelona llegó su padre, médico eminente. Tras examinarlo, lo apartó a Laura:
“La medicina convencional no puede ayudarlo. Solo queda confiar en lo no tradicional”.
Laura, desesperada, siguió su consejo y visitó a un curandero en las afueras de Toledo.
“Toma esta infusión. Dentro de diez días, vuelve con él”, le dijo el anciano.
“¿Cómo, si no puede moverse?”
“Vendrás con tu marido. Te lo prometo”.
Laura, escéptica, siguió las instrucciones. Diez días después, Javier caminaba. Un mes más tarde, volvía al trabajo. ¿Milagro? El curandero nunca reveló el diagnóstico, solo repitió: “Perdonen a todos y no envidien a nadie”.
Poco después, nació Diego.
Lucía, Pablo, Martina, Diego. Parecía una familia sacada de una novela del Siglo de Oro.
Javier y Laura valoran cada instante. Saben que la felicidad es frágil.
¿Y la tesis? Laura abandonó el doctorado. Su familia era ahora su mayor logro.
**Reflexión final:** El amor verdadero no solo cura, sino que construye legados. No hay mayor protección que la de un hogar unido.







