*Oye, te voy a contar una historia preciosa*
A los catorce años, a Lucía le tocó cargar con todo: las tareas de la casa, cuidar de su madre enferma y, además, sacar buenas notas en el instituto. Soñaba con ser médico.
Mamá, cuando termine la carrera, te curaré. Tú vas a mejorar, aún eres joven le decía, aunque luego lloraba a escondidas en su habitación, ahogada por la impotencia.
Vivían en un barrio humilde de Valladolid, en una casita con patio, donde todos se conocían. Su padre, Rodrigo, nunca ayudó en nada, ni siquiera hablaba con cariño a su mujer, Carmen, ni a Lucía. Era un hombre bruto, de esos que no regalan ni una sonrisa. Y cuando Carmen enfermó, él hizo las maletas y se fue sin mirar atrás.
Al principio, Lucía no entendió. Pensó que sería un viaje de trabajo, hasta que él, en la puerta, le soltó:
Me voy para siempre. Esta vida no es para mí, menos con una mujer enferma. Necesito una sana. Tú ya eres mayor, te las arreglarás. El dinero lo mandaré por correo.
Lucía creyó que era una broma, pero el portazo la dejó helada. Y lo más raro Carmen sonreía.
Mamá, ¿por qué te ríes? ¿Cómo vamos a vivir así?
Hija mía, ¿qué nos daba él? Mal genio y desprecio. Ve a buscar a Emilio, dile que necesito verlo.
Emilio era el vecino de enfrente. Lucía siempre notó cómo la miraba a su madre, con una ternura que Rodrigo jamás tuvo. Le traía flores en su cumpleaños, chocolates cosas que su padre ni se molestaba en regalar. Hasta que un día, con trece años, Lucía lo escuchó confesarse:
Carmen, siempre estaré aquí. Pase lo que pase, te quiero.
Y su madre, riendo, le respondió con un verso:
*”Yo soy de otro, y a otro he de ser fiel”*. No hables más, Emilio.
Pero cuando Rodrigo se fue, Emilio entró en sus vidas para quedarse. Cuidó de Carmen con una devoción que la hizo mejorar. La llevaba al médico, le cocinaba, la animaba Hasta que un día, Carmen volvió a caminar. La casa se llenó de alegría, y Lucía, por fin, pudo centrarse en sus estudios.
Tú estudia, Lucía. Serás una gran doctora le decía Emilio, con esa fe que la hacía creer en sí misma.
Claro, los vecinos no paraban de murmurar.
¿Qué hace un soltero cuidando a una mujer casada? No es de extrañar que el marido la dejara decían las cotillas.
Emilio hacía oídos sordos, aunque a veces llegaba a casa con el ceño fruncido. Pero nada importaba cuando, al poco, Carmen quedó embarazada.
¡Madre a los cuarenta! ¡Qué desfachatez! cuchicheaban.
Se casaron, y cuando nació Sofía, fueron la familia más feliz del barrio. Lucía cumplió su sueño: se hizo médica. Emilio y Carmen envejecieron juntos, amándose en silencio, hasta que él murió de un infarto una noche, sin aviso.
*”Os quiero tanto a ti, a Sofía, a vuestra madre”* fueron sus últimas palabras.
Carmen no pudo soportar el dolor. Tres meses después, se fue tras él.
Lucía y Sofía se quedaron solas. La mayor cuidó de la pequeña como una madre, yendo a sus reuniones del cole, paseando los domingos Hasta que Sofía terminó el instituto y Lucía pudo cumplir su promesa: un panteón de mármol para sus padres.
El día que lo inauguraron, una mujer se acercó en el cementerio.
¿Los conocía? preguntó Lucía.
No, pero mi madre está enterrada ahí señaló. Me encanta vuestro monumento. Se ve que se amaban mucho.
Sí. Un amor para toda la vida susurró Lucía, mirando las caras esculpidas de Carmen y Emilio, abrazados, sonrientes.
Por fin podía respirar. Sofía iría a la universidad, y ella Bueno, llevaba un año saliendo con Adrián, un cardiólogo del hospital. Le había pedido matrimonio dos veces, pero ella le dijo:
Primero quería hacer esto por ellos. Ahora podemos escribir nuestra historia.
Porque el amor de sus padres ya era eterno. Y el suyo, recién empezaba. *¿Verdad que es bonito?*