Amor que dura toda la vida

**Amor de una vida**

A los catorce años, a Lola le tocó cargar con las tareas de la casa, cuidar de su madre enferma y, además, sacar buenas notas en el colegio. Soñaba con ser médico.

—Mamá, cuando termine la carrera te curaré. Tú vas a mejorar, todavía eres joven— le decía, aunque luego lloraba a escondidas en su habitación, agobiada por la impotencia. Vivían en las afueras de un pueblo, en una casita modesta donde todos se conocían. Su padre, un hombre duro y distante, nunca ayudó en nada y apenas hablaba con ellas. Cuando su madre, Carmen, enfermó, él simplemente hizo las maletas y se fue.

Lola no lo creyó al principio, pensó que sería un viaje de trabajo, pero en la puerta, él le soltó sin más:

—Me voy para siempre. Esta vida no es para mí, menos con una mujer enferma. Necesito una esposa sana. Tú ya eres mayor, te las arreglarás. El dinero lo mandaré por correo.

La puerta se cerró de golpe. Carmen, en vez de llorar, sonreía.

—Mamá, ¿cómo puedes estar contenta? ¿Cómo vamos a salir adelante?

—Hija mía, ¿qué nos daba él? Solo mal genio y desprecio. Ve a buscar a Paco, dile que necesito hablar con él.

Lola asintió y fue a casa del vecino. Siempre había notado cómo Paco miraba a su madre con cariño, muy diferente a su padre. Le llevaba flores en su cumpleaños, le regalaba bombones (cuando su marido no veía) y hasta a ella le daba algún dulce. Su padre jamás le había regalado nada a ninguna.

Un día, con trece años, Lola escuchó a Paco confesarle su amor a Carmen:

—Carmencita, siempre estaré a tu lado, pase lo que pase.

Ella se rio y contestó:

—Ay, Paco, yo soy casada y leal a mi marido. No hables más de esto.

Pero Lola sabía que Paco la amaba. Y, aunque nunca se sobrepasó, siempre estuvo ahí. Comparándolo con su padre, no había color.

Cuando creció, le preguntó a su madre:

—Mamá, ¿por qué te casaste con papá y no con Paco?

Carmen se enfadó y no le contestó.

Poco después, Carmen se cayó y se rompió la pierna. Empezó a recuperarse, pero luego empeoró: le salió un tumor en el hueso. Su padre, en lugar de cuidarla, desapareció para siempre. Lola nunca más supo de él, ni le importó.

Mientras Carmen estaba en cama, Paco mandaba medicinas y ayuda a través de Lola. Cuando ella fue a buscarlo, él supo al instante que algo pasaba.

—Paco, mamá quiere que vayas— le dijo.

—¿Y tu padre? No le gustará.

—Se fue. Anoche. Dijo que no volvía.

Paco no dudó ni un segundo. Fue a su casa, se sentó junto a Carmen y hablaron horas. Y así, sin más, se quedó para siempre. Fue como si siempre hubiera estado allí.

La cuidó con tanto amor que hasta trajo médicos a casa, la llevó a hospitales y, poco a poco, Carmen mejoró. Volvió a caminar. Con Paco, la vida de Lola se hizo más fácil.

—Estudia mucho, Lola. Serás una gran médico— le decía él, creyéndolo de verdad.

A veces, Lola lo veía cabizbajo. Descubrió que era por los chismes del pueblo:

—¿Un vecino cuidando a una mujer casada? No es de extrañar que el marido la dejara.

Paco lo ignoraba, pero le dolía. Carmen, sin embargo, empezó a caminar con la cabeza alta, del brazo de él. Ya no le importaba el qué dirán.

—Carmen, estás radiante— le decía su vecina Julia—. Paco no te quita los ojos. No hagas caso a la gente.

—No lo hago— sonreía Carmen—. La felicidad no se esconde.

Con el tiempo, los rumores cesaron… hasta que Carmen quedó embarazada.

—¡A su edad! ¡Qué descaro!— cuchicheaban.

Pero Paco y Carmen se casaron, felices, esperando a su hija. Lola también estaba contenta: su madre, sana y feliz, pronto tendría una hermanita. Cuando nació Sofía, su hogar fue aún más cálido.

Lola entró en la facultad de Medicina. La vida seguía su curso.

Pero Paco murió de repente. La noche antes, abrazó fuerte a Lola y a Sofía:

—Os quiero muchísimo. Y a vuestra madre, más que a nada.

Fue su último adiós. A la mañana, no despertó. Carmen, destrozada, intentó seguir, pero tres meses después, también se fue. El dolor la venció.

Lola y Sofía se quedaron solas. Ella cuidó de su hermanita como una madre, yendo a reuniones del colegio, orgullosa de sus notas.

—Mamá, papá… estaríais tan orgullosos de ella— susurraba al cielo.

Ahorró durante años para un buen monumento en su tumba. Cuando por fin lo instalaron, eran dos figuras de granito, abrazadas, sonriendo.

Un día, mientras visitaban la tumba, una mujer se acercó.

—¿Los conocíais?— preguntó Lola.

—No— contestó la mujer—. Mi madre está enterrada aquí al lado. Me encanta vuestro monumento, se nota el amor que había entre ellos.

—Sí— asintió Lola—. Un amor de una vida entera.

Por fin pudo estar en paz. Había cumplido su promesa. Sofía empezaría la universidad pronto, y ella, tal vez, daría un paso en su vida personal. Su novio, Arturo, cardiólogo, le había pedido casarse varias veces.

—Primero debo cumplir mi sueño— le decía—. Honrar a mis padres. Después, ya veremos.

Ahora, Carmen y Paco tenían un amor eterno. Y ella, al fin, podía seguir adelante.

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