Víctor se enamoró. Hasta perder el sentido. Cuando la primera oleada sofocante lo inundó al mirar a aquella mujer, pensó que era un desvanecimiento pasajero, algo que desaparecería al saciar su deseo.
Pero tras el primer encuentro, el anhelo estalló en su pecho como una bomba, arrasando todo a su paso excepto aquella obsesión.
El problema era que Víctor, felizmente casado, criaba a sus dos hijos tan esperados: una niña y un niño.
Mentir le repugnaba. Su amante amenazó con alejarlo de su vida si no se divorciaba y se unía a ella.
Tembloroso, abrió la puerta de su hogar en Madrid, donde había vivido diez años de complicidad y risas. Debía confesarle a Lucía, su esposa, empacar su maleta, abrazar a los niños y huir tras… un capricho efímero.
Durante días ensayó mentalmente la escena: imaginó a Lucía destrozada, llorando, maldiciendo… Preparó respuestas frías, calculadas. Entró.
Ella, en bata corta, fumaba un cigarrillo mientras reía por teléfono. «Qué hermosa eres», pensó él. Aun así, sacó una maleta vieja del armario, haciendo ruido con cajones y perchas. Lucía seguía charlando, ajena.
Finalmente, abrigado y pálido, se acercó:
—Cariño… he conocido a otra. Es más fuerte que yo. Perdóname— balbuceó.
Lucía, riendo aún, susurró al móvil:
—Sofía, mi marido se va con otra. Ahora te llamo.
—¡Me voy! ¿No lo entiendes?— gritó Víctor, sudando frío.
—Claro— respondió ella alegre, dándole un beso en la mejilla antes de cerrar la puerta.
Él permaneció en el rellano, escuchando cómo hablaba de los niños, la moda, una serie… de todo menos de él.
Dejó sus cosas allí, salió a la calle y llamó a su amante.
—¿Ya eres mío?— chilló ella.
—No. No te quiero. Amo a mi esposa— contestó seco, encendiendo otro cigarrillo mientras dudaba cómo volver.
—¡Hice lo que me dijo!— gritó Lucía a su psicóloga, al borde del llanto.
—Lávate la cara, sonríe— murmuró la profesional—. Volverá.