Elena Díaz miraba desde la ventana del salón cómo los chicos del pueblo corrían por la plaza. Sostenía en la mano un recado que acababa de llevarle el repartidor, con el nombre de Toña, su amiga de toda la vida, escrito a lápiz en el sobre. Las palabras que leía la hicieron desfallecer de emoción.
«Elena, por favor, ven con urgencia. Ya es hora. Nuria necesita verte. Toña».
Cuarenta años de confianza mutua. Cuarenta años dividiendo trabajo, secretos y disgustos. Habían compartido hasta las confidencias más íntimas, excepto aquella que Elena nunca le había contado: el secreto que la carcomía desde hacía veintitrés años.
El autobús hasta el pueblo le robó两个小时 y media. Elena buscaba un punto de apoyo en el cristal y revivía en su mente los recuerdos del pasado. Toña tenía entonces veintiocho años y ella veinticinco, ambas trabajaban en una fábrica de juguetes y compartían un piso en el mismo edificio. Las noches las pasaban bebiéndose juntas el café y soñando con casas con jardín, viajes a Tailandia o la posibilidad de convertirse en madres algún día.
Hasta que apareció Antonio.
Era un hombre alto y tranquilo, con gafas cuadradas y voz pausada. Llegó como director técnico y desde el primer día las chicas del taller lo seguían con la mirada. Pero Antonio solo tenía ojos para Toña.
—Elena, me paso días soñando con él —confesaba alguna noche mientras se remetía el camisón—. Es el hombre de mi vida. Primera vez que me pasa.
Elena no levantaba la vista del techo y pensaba: «También para mí es el hombre de mi vida. El mismo».
Antonio conquistó a Toña con detalles sencillos: flores de campo, recuerdos de paseos por el río, poemas escritos a mano. Elena acompañaba a sus citas como si fuese una hermana más, manteniendo la sonrisa en la cara y el alma en llamas.
—¡Elena! —decía Toña al volver de alguna cita, abrazándola con fuerza—. El me llena. Hoy me ha dicho que me ama. ¿Te lo imaginas?
—Me alegro mucho —contestaba Elena desviando la mirada.
Se casaron en primavera. Elena fue la dama de honor, llevó un ramo de ajos de oro y organizó la fiesta. Pero en medio de los aplausos, el corazón se le partía en mil pedazos. Cuando los recién casados se marcharon a París, Elena lloró tres días seguidos sin dejar de pensar en él.
Treinta meses después nació Nuria. Elena fue su madrina, se pasaba las noches lavando baberos y cocinando purés, siempre rogándose a sí misma no fijarse en Antonio, no buscar sus miradas.
—¿Sabes, Elena? —le confesaba Toña mientras se dormía Nuria—. Tú eres mi hermana de verdad.
«Si vieras cómo te amo», quería contestar Elena.
Cuando Nuria tenía tres años, Antonio recibió una oferta de trabajo en Madrid. La vida allí, según decían, era mejor que la de aquí, y Toña insistió para que Elena se trasladara con ellos.
—Ven con nosotros, ¿para qué te quieres quedar en este pueblucho? —la presionaban—. Tú nos necesitas tanto como nosotros a ti.
Elena pasó semanas desquiciada. No conocer Madrid ni separarse de sus padres la dolía, pero también sabía que no aguantaría ver todos los días a Antonio con una sonrisa dirigida a su mujer.
—No puedo, Toña —respondió al final—. Mi madre está enferma y no la abandonaré.
Era una media verdad. Su madre sí estaba delicada, pero Elena había decidido que era hora de dar un fin a esa tortura de amar en silencio.
El adiós fue desgarrador. Toña aullaba, Nuria se aferraba a la blusa de Elena sin soltarla. Antonio le apretó la mano con una mirada cargada de gratitud y despedida que a ella le pareció, solo un momento, que podía contener pues.
Los primeros tiempos sin ellos fueron horribles. Elena pasó de trabajar en la fábrica a dar clases de lengua en una escuela rural, intentó ligar incluso, pero ningún hombre llegaba al nivel de Antonio.
Las llamadas telefónicas con Toña no lograban borrar el vacío. Toña contaba novedades de Nuria y de cómo había crecido, de cómo el matrimonio se había vuelto distante.
—¿Y Antonio? —le preguntaba Elena, tratando de sonar casual.
—Trabaja demasiado, está cansado. Ya no nos lo pasamos como antes. Nos hemos convertido en compañeros de piso. Cada uno por su lado.
Elena escuchaba con la esperanza de que aquello significara algo, pero callaba y ofrecía consejos.
Hace ocho años que falleció su madre. Elena sigue en el pueblo, lejos del bullicio. Ya no le queda nadie más que ella, excepto Toña de vez en cuando.
Hace cinco años, Toña y Antonio se divorciaron. Nuria está casada y vive en La Coruña con sus dos hijos. Toña se mudó a la casa de su hija y vive entre niñeras y abrazos de ninas.
—A veces, Elena, me pregunto si fue mejor así —le confesó alguna vez Toña—. Somos dos sombras viviendo en la misma casa. No tenemos nada que decirnos.
Elena escuchaba y sentía curiosidad. Antonio, ¿dónde vive ahora? ¿Qué hace? ¿Es feliz?
—Se mudó a una casa de alquiler en la periferia. Sólo nos vemos cuando va a ver a Nuria. Y de eso hace ya bastante.
Elena no entendía. Tal vez aquella unión que creía ideal no era más que un impostado convivio.
El autobús frenó en la parada de siempre. Elena recogió su bolso y se internó en el pueblo. El camino hacia la casa de Toña era casi el mismo, aunque ahora había más casas nuevas y menos alamedas.
La encontraría esperándola con su cara de siempre: serena, con los ojos que notaban el paso del tiempo, pero con esa viveza que Elena amaba desde niña.
—Elena, mija —le gritó Toña al verla bajar—. ¡Era hora de que vinieras!
Se abrazaron en la puerta, y como siempre, empezaron por las trivialidades. El tiempo, los cambios en el pueblo, los distintos precios de la leche. Pero Elena notaba que Toña temblaba y jugueteaba con el mantel.
—Toña, dime qué pasa con Nuria —preguntó directa—. En el recado decías que era algo serio.
Toña se derrumbó. Sin hacer ruido, las lágrimas surcaban sus arrugas.
—Cáncer, Elena. Cáncer de mama en etapa final. Los médicos no dan más de seis meses.
Elena sintió que la sangre se le helaba.
—Quieren verte. Nuria ha pedido que vengas. Quiere despedirse.
—Voy de inmediato —dijo.
—Pero espera —Toña le sujetó el brazo—. Hay algo más. Antonio también está aquí. Ha venido a cuidarla. Nuria lo invitó. Quiere que estemos todos.
Elena sintió que el corazón le aceleraba. Veintitrés años sin ver su cara, sin escuchar su voz. Y ahora…
Toña le contó que Antonio había preguntado por ella al llegar, y que la noticia de su llegada lo había rejuvenecido. Elena no entendía por qué persistía en su mente ese viejo llamado de algo no vivido.
Aquella noche cenaron los tres en la habitación de Nuria. Antonio, con el pelo blanco y mirada triste, le rogó silencio. Hablaban de tiempos pasados, de Nuria niña, de esa vieja amistad que parecía minusvaluar su realidad.
Antes de irse, Nuria le cogió la mano y le dijo, medio en broma medio en serio:
—Tía Elena, siempre he sabido que te queríamos a todos. Pero especialmente a él. Lo sientes, ¿verdad?
Elena no supo qué contestar, pero notó que Antonio se quedaba callado, mirándola.
Esa noche, ya más tarde, Toña se fue a dormir y se quedaron solos en la cocina. Antonio se atrevió a preguntarle:
—Elena, ¿por qué no viniste con nosotros a Madrid? ¿Qué ocultaban esas palabras?
Elena sintió que el pecho le pesaba como una montaña. ¿Le diría ya la verdad después de tanto tiempo?
—Te amaba —confesó—. Te quería como nadie en mi vida. No soportaba la idea de verte feliz con otra mujer.
Antonio la cogió de las manos. Un silencio prolongado los envolvió.
—Yo también te amaba —dijo por fin—. Más que a Toña. Pero tú eras su amiga y yo estaba casado. No podía ni permitirme soñar contigo.
Se abrazaron y lloraron, sin separar la mirada. La noche se convirtió en el momento de despedida y reconciliación.
Esa mañana se desayunaron los tres como si nada hubiera sucedido. Nuria conversaba de planes para sus nietos, Toña rebosaba de alegría y Antonio escuchaba con una sonrisa que no era solo protocolo.
Un mes después, Nuria falleció. Elena estaba presente en la misa, como lo estuvo en los primeros días de vida de su sobrina. Antonio se quedó definitivamente en el pueblo, cerca de Toña y de Elena.
Ahora comparten días soleados y charlas tranquilas. A Elena ya no le da miedo el silencio entre ellos. Ha aprendido que no todo tiene que ser apasionado para tener sentido. La vida da vueltas, y a veces los amores que esperamos llegan cuando ya creíamos que no serían posibles.
Y sí, sigues amándolo. Pero ahora esa ilusión no duele. Porque también aprendes a querer cuando te das el permiso de aceptarlo.







