15 de abril de 2025
Ribadavia, Galicia
Lucía me ha escrito desde el hospital. Su voz temblaba al teléfono, pero no necesitaba más que esas palabras para saber: algo está mal. Pilar ya no se levanta. Mi mochila preparada lleva tres días en la entrada, junto con mi agenda de profesora. Sesenta años de amistad, veinticuatro de amor reprimido y ahora… ¿otra vez la vida se cruza entre nosotros?
Recuerdo la primera vez que vi a Miguel Escalante. Tenía veintidós años y acababa de incorporarse como coordinador en la fábrica de tapices en Ourense. Llevaba el pelo aporreado, como si hubiese luchado contra el viento del noroeste, y esos ojos teños como zafiros que te miraban sin hacer preguntas. Yo estaba limpia de nuevo, con los trapos aún apretados en la mano, y empezó a caerme agua del cielo porque no supe qué hacer con mi cuerpo.
—Lucía —me dijo Lucía en la ducha aquel día de tormenta—, hay alguien que… ¿has notado cómo mira Miguel? Sí, el nuevo.
Y ahí fue, mientras el torrente de agua caliente me mojaba los ojos, que comprendí: él me miraba a mí también.
Pasamos tres años compartiendo horarios, mudarnos a pisos contiguos en Santiago, pegar notitas en las neveras, llevar café a la sobremesa. Miguel la escoltaba por el Parador, le escuchaba en el jardín de la cafetería ‘El Vicio’, y yo sonreía como si fuera su mejor amiga, mientras mi alma se rompía en zalemas. Y cuando se casaron en la ermita de san Froilán, yo en la carretera, con las mejillas aterciopeladas de llanto, no podía imaginar que Miguel me había visto llorar en la iglesia con el ramo de claveles entre las manos.
—Roci, eres una luz —me dijo en la despedida, antes de que se fueran con sus maletas hacia Madrid—. Siempre has sido la aldea completa.
Yo sonreí, le di chojas de romero de mi jardín, y me quedé sola con el viento gallego.
Pilar nació tres primaveras después. Yo era su madrina, la persona que la envolvía entre mantas de lana, le enseñaba a mirar las estrellas, le cantaba canciones populares con la voz entrecortada. Miguel me daba besos en la mejilla como si fueran efusiones de hermanos, y yo sabía que si hubiera podido, me habría reclamado como suya. Pero los matrimonios no funcionaban así: “Amor verdadero existe, pero solo para los otros.”
Cuando Miguel se fue a Madrid por un ascenso que le quitaría la mitad de su años, Lucía se rindió. La vi en la estación, con Pilar en brazos y un ramo de margaritas en la mano. Miguel le apretó la mano y todo lo que yo quería decir se ahogó en la penumbra azul del tren. Porque la vida no daba vueltas, y yo no era más que una sombra entre sus decisiones.
En aquella época, todo parecía eterno. Las tardes en la escuela de Ribadavia, las cartas que escribía a Madrid y que nunca llegaban. Miguel me llamaba una vez por semana, y yo le preguntaba por Lucía como si no tuviera el corazón roto. “En Madrid no llueve tanto”, me decía, “pero a veces te echo de menos”, y yo fingía no entender.
Lucía se divorció cuando Pilar cumplió treinta y cinco años. Miguel regresó a Santiago, pero se quedó en una pensión barata en A Coruña. La vida los había separado como dos olas del mismo río. Un día, me encontré a Lucía en la tienda de la plaza. Me abrazó fuerte, con el pelo canoso rozando mi hombro.
—Ahora es libre —me dijo, secándose las lágrimas con un pañuelo de lavanda—. No sé qué hacer con todo esto.
Y yo sonreí, porque sabía que era mi momento. Pero algo en mí se endureció. Tal vez por miedo, o por orgullo herido. No me acerqué a él. Seguí entregando clases de literatura en el colegio hasta que llegaron mis pensiones.
Pilar se casó con un hombre de Ferrol, con hijos pequeños y una sonrisa que atravesaba el tiempo. Me cogían la mano como si fuera su abuela, aunque Lucía ya no me dejara trabajar con ellos: “Roci, eres mi hermana. Pero hoy, necesito que seas mi cuñada.”
Hoy, sentada en el coche que me lleva a Pontevedra, veo cómo Ribadavia pasa a mi lado como un dibujo viejo. Pilar está en la UCI con un cáncer de pulmón. Miguel ha regresado de nuevo, no por ella, sino porque dice “eso de la familia”. Me pregunto si sabe que le amo desde la sombra, si ha oído hablar de mis noches lúgubres, mis días ensayando frases que nunca consigo decirle.
Llegaré allí, aunque no sea a tiempo. Me preguntaré si el amor, al final, no es más que una sombra que se acerca un poco más al final. Pero no importa. Hoy no sobreviviré para oír respuestas. Solo para abrazar a Pilar, para hacerle un templo de palabras con las manos, y para mirar a Miguel y recordar: él me ve como a una luz, y yo le amo como a una posesión.