Amor Olvidado

La indeseada

Desde pequeña, Inés odiaba su nombre. Anticuado, de viejas. Cuando creció, su madre le contó que su padre había estado enamorado de una mujer llamada Inés en su juventud, una chica hermosa y vivaz. Él la amó, pero ella lo rechazó y se casó con otro.

“Después me encontró a mí. Y cuando naciste, te puso su nombre. Nunca pudo olvidar a su primer amor”, decía su madre con calma.

“¿Y tú no le tienes celos?”

“No. Él te quiere a ti y a mí. Pero el primer amor siempre se recuerda. Algún día tú también tendrás el tuyo”. Su madre le acariciaba el pelo.

“¿Y esa Inés también era tan fea como yo?”, protestaba la niña.

“¿Qué tonterías dices? ¿Recuerdas el cuento del patito feo? Y si tanto te molesta el nombre, cuando seas mayor podrás cambiarlo. ¿Cuál te gustaría?”

Inés se miraba al espejo, probándose nombres como si fueran vestidos, pero ninguno le encajaba. Suspiró, aceptando que otro nombre no la haría más bonita. Al fin y al cabo, no es el nombre lo que embellece a una persona. Y además, ya estaba acostumbrada.

Pero dudaba mucho que alguien pudiera amarla como su padre había amado a aquella Inés. Su pelo sin brillo, ojos pequeños y rasgados, mentón puntiagudo. En una palabra, fea.

Su padre la quería casi tanto como le gustaba beber. De camino a casa solía parar en un bar y tomar unas copas. Y cuando bebía, se ponía cariñoso. Siempre le traía algo: un chocolate, caramelos, algún juguete. Si no le daba tiempo a comprarle nada, le daba unas monedas. Inés las ahorraba y se compraba lo que quería.

Cuando terminó el instituto, su padre murió. Iba caminando y vio a unos niños jugando junto al río. Su pelota cayó al agua, y él, borracho, se metió a recogerla y se ahogó.

Su madre lo maldecía por haberlas dejado solas. ¿Con qué iban a vivir? Inés quería estudiar, pero ¿cómo? ¿Qué futuro podía esperar en un pueblo tan pequeño?

Inés lloraba amargamente a su padre. No quería irse, pero su madre la obligó.

“¿Qué vas a hacer aquí? Vete, quizá encuentres marido”, le decía con tristeza.

Así que se marchó. Soñaba con ser médico, pero ¿cómo iba a lograrlo después de estudiar en una escuela rural? Presentó sus papeles en una escuela de enfermería. Le encantaban las batas blancas.

En la residencia compartía habitación con Marga, una chica preciosa. Dios la había bendecido con belleza: pelo rizado, ojos grandes, piel morena, labios rojos y una figura envidiable. Inés la miraba con envidia, mientras Marga, a su lado, se sentía una reina. Las dos se llevaban bien, hasta que Marga conoció a Pablo, un estudiante de ingeniería.

Desde que lo vio, Inés perdió la cabeza. ¿Quién podría resistirse a un hombre así? A veces pasaba a buscar a Marga, pero ella estudiaba mucho, soñando con entrar en la facultad de medicina, y le hacía esperar.

“¿Vas a tardar mucho?”, preguntaba él, impaciente.

“Ve al cine con Inés. Tengo un examen mañana”.

Inés habría dado cualquier cosa por sentarse a su lado en la oscuridad, temblando de emoción, pero Pablo nunca la invitaba. Se quedaba un rato, suspiraba y se iba.

“¿Por qué lo tratas así? A mí me encantaría que alguien me esperara así”, protestaba Inés.

“¿Para qué lo quieres? Es un mujeriego. Las chicas se le tiran encima. Búscate a alguien más sencillo”.

Una noche, Pablo llegó y Marga no estaba. En la mesa había patatas fritas con chorizo y unas croquetas compradas. Los aromas eran tan tentadores que Pablo no podía apartar la vista.

“¿Quieres cenar conmigo? Marga llegará pronto”, ofreció Inés.

No hizo falta insistir. Pablo comió con gusto, mientras ella lo miraba embelesada, deseando que Marga tardara.

“Serías una buena esposa”, dijo él al final, satisfecho.

Un sábado, cuando Marga se fue a su pueblo, Inés preparó otra cena especial.

“Compré entradas para el cine”, se lamentó Pablo al enterarse de que Marga no estaba.

“Puedes ir conmigo. ¿O te da vergüenza?”, lo provocó.

“¿Por qué iba a darme vergüenza? Espérame afuera”.

Inés no podía creer su suerte. ¡Hora y media junto a él! Quizá incluso la tomaría de la mano. Se arregló rápido y salió corriendo, antes de que cambiara de opinión.

La película era buena, pero Inés apenas la veía. Esperaba que Pablo la tocara, pero él no parecía darse cuenta. Hasta que, en una escena de suspense, ella le agarró la mano, fingiendo miedo, y no la soltó hasta el final.

Después, él la acompañó a casa.

“¿Vamos a un bar? Tengo hambre”, sugirió.

“Para gastar dinero. Tengo chorizo en casa, me lo envió mi madre. Y puré de patatas, y pepinillos. Mejor que cualquier bar”. Lo llevó directamente a la residencia.

Había incluso vino. Después de comer y beber, Pablo se relajó. Se recostó en la cama de Marga y se quedó dormido. Inés apagó la luz y se sentó a su lado. Él apoyó la cabeza en su hombro y, al rato, buscó sus labios. Quizá pensó que era Marga. O quizá le daba igual. Ella contuvo la respiración y le correspondió.

“Perdona”, le dijo al día siguiente. “Pero no le digas nada a Marga, ¿vale?”.

Inés no sentía remordimientos, solo felicidad. Tampoco Pablo parecía preocuparse. Nunca rechazaba a una chica, menos si era ella quien lo buscaba.

Tres semanas después, Inés supo que estaba embarazada.

“¿Y de quién?”, preguntó Marga.

“De Pablo”, admitió Inés.

“Vaya, qué rápido. Pero no esperes que se case contigo”.

Pablo no la decepcionó: “Fue un accidente. Arréglatelas sola”.

Ella decidió tener al bebé.

Marginalizada en la residencia, acabó alquilando una habitación compartida con una anciana, Rosa. La mujer se encariñó con la niña y la ayudó. Además, sus amigas le pagaban a Inés por ponerles inyecciones. Consiguió trabajo en un hospital, trabajando de noche para estar con su hija de día.

Un día, paseando, se encontró a Pablo. Él miró al bebé con curiosidad y empezó a visitarla, llevando pequeños regalos.

Cuando Rosa murió, dejó su piso a Inés. Con el tiempo, Pablo le propuso matrimonio.

“No soy un desalmado”.

Ella sabía que lo atraía el piso, no ella. Pero aun así aceptó.

Con los años, Pablo se enamoró de una cantante de cabaret. Inés lo soportó en silencio hasta que él decidió irse.

“Adiós”, le dijo ella.

Tiempo después, la cantante fue a buscarla.

“Vete a recogerlo al hospital. Está malherido. Se cayó en una obra”.

Inés fue. Pablo, maltrecho y con muletas, ya no era el hombre guapo de antes.

“Has cambiado”, le dijo él.

Ella lo llevó a casa y lo cuidó. Cuando se recuperó, él suplicó quedarse.

“Nunca encontraré a nadie como tú”.

Inés suspiró. Su hija ya era mayor, pronto se casaría. Y Pablo seguía siendo su único amor.

“¿Tenemos chorizo? FríemeInés asintió, y mientras pelaba las patatas, supo que, al fin, había encontrado aquel amor del que tanto le habló su madre.

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