Amor no correspondido

Él amaba, pero no a mí

Lucía se quedó junto a la ventana, observando el patio donde su marido, Álvaro, hablaba con su vecina Raquel. De nuevo. Llevaba días seguidos haciéndolo. Estaban junto al coche de ella, y Raquel gesticulaba con entusiasmo mientras contaba algo. Álvaro escuchaba atento, asentía, incluso soltaba alguna carcajada.

Lucía se apartó para que no la vieran. En el pecho sintió algo familiar—no celos, no. Algo más pesado. Comprensión.

—Mamá, ¿dónde está papá? —preguntó su hija Carmen asomándose a la cocina—. Había quedado en ayudarme con mates.

—En el patio —respondió Lucía, forzando un tono normal—. Ahora viene.

Carmen asintió y regresó a su habitación. Lucía encendió el hervidor y sacó una caja de galletas de la alacena. Las manos actuaban solas mientras su mente vagaba.

Cuando Álvaro entró, llevaba esa sonrisa especial—satisfecha, un poco ausente. Solo aparecía después de hablar con Raquel.

—Hola —dijo al pasar por la cocina—. ¿Hay café?

—Acabo de hacerlo —puso una taza frente a él—. ¿Hablando otra vez con Raquel?

—No mucho. Me contaba de su trabajo nuevo. ¿Te imaginas? La han contratado en una agencia de publicidad. A su edad, encontrar algo así…

Su voz vibraba de admiración, como si fuera su logro. Lucía removió el azúcar en silencio.

—¿Qué hará allí?

—Ejecutiva de cuentas. Tiene formación y experiencia. Raquel es una luchadora, después del divorcio se repuso rápido.

Raquel. Siempre Raquel. Su vecina de enfrente, divorciada, sin hijos, de cuarenta y tantos. Elegante, independiente, interesante.

Todo lo que Lucía fue, antes de ser esposa y madre. No se arrepentía, pero a veces…

—Carmen te espera con las matemáticas —le recordó.

—Cierto, lo había olvidado. Voy ahora.

Álvaro terminó el café y se fue. Lucía se quedó sola, levantó su taza y vio los posos. Su abuela le enseñó a leerlos, pero no necesitaba adivinar el futuro. El presente era claro.

Álvaro se enamoraba. No de ella, su mujer de diecisiete años, sino de Raquel. Él aún no lo sabía, o no quería admitirlo, pero Lucía lo veía: se arreglaba más, compraba camisas nuevas, buscaba excusas para coincidir en el portal cuando ella volvía. Sus ojos brillaban al hablar de Raquel.

Antes brillaban así por Lucía.

—Mamá, papá dice que tú también tienes carrera —Carmen entró con un libro—. ¿Por qué no trabajas?

La pregunta la pilló desprevenida. Su hija la miraba con curiosidad.

—Trabajé cuando eras pequeña. Luego me centré en la casa.

—¿No te aburres?

¿Aburrirse? Nunca se lo había preguntado. Después de Carmen, dejó su empleo. Álvaro ganaba bien. Le parecía lo correcto.

—No. Tengo mucho que hacer.

—Vale. Pero la señora Raquel dice que una mujer debe ser independiente. Que no hay que perderse en la familia.

Lucía se sobresaltó. ¿Cuándo hablaron de eso?

—¿Cuándo te dijo eso?

—Ayer, en el portal. Hablamos de los estudios. Es muy interesante, ¿no? Sabe un montón.

—Sí —asintió Lucía—. Interesante.

Esa noche, mientras Carmen estudiaba, Lucía y Álvaro estaban en el salón. Él leía algo en la tablet, ella hojeaba una revista. Silencio incómodo.

—Álvaro —rompió el hielo—. Necesitamos hablar.

—¿De qué?

—De nosotros.

—¿Pasa algo?

Lucía buscó palabras. ¿Cómo decirle que veía su enamoramiento?

—Nos estamos distanciando —empezó con cuidado.

—¿De dónde sacas eso? Todo va bien.

—¿Cuándo fue la última vez que hablamos de verdad?

—No sé. ¿Es importante?

Su indiferencia fue la respuesta. Álvaro no veía problema porque no quería verlo.

—Supongo que no —murmuró, volviendo a la revista.

Al día siguiente, Lucía fue al gimnasio. En el vestuario se topó con Raquel.

—¡Lucía! —sonrió la vecina—. ¿Tú también empiezas?

—Sí, era hora —respondió, aunque le costaba sonreír.

Raquel, en ropa deportiva, irradiaba vitalidad. Lucía se sintió opaca en comparación.

—¿Quieres venir juntas? —propuso Raquel.

—Vale —aceptó, aunque no le apetecía.

Tras el entrenamiento, tomaron un café.

—Me alegro de tener compañía aquí —dijo Raquel—. Después del divorcio, todo era soledad.

—¿Por qué os separasteis? —preguntó Lucía.

—Me engañó. Ni lo disimulaba. Creía que aguantaría por la familia.

—Y no aguantaste.

—No. ¿Para qué estar con quien no te respeta?

Lucía reflexionó. ¿Y si Álvaro tampoco la respetaba?

—¿Y vosotros? Os lleváis bien —preguntó Raquel.

—Sí, normal —mintió.

—Álvaro es un hombre maravilloso —añadió Raquel, con un tono especial—. Tienes suerte.

Esa noche, frente al espejo, Lucía se vio: cuarenta años, kilos de más, cansancio. Junto a su foto de boda, donde Álvaro la miraba como si fuera su universo.

Ahora su universo era Raquel.

—Mamá, ¿qué cenamos? —Carmen irrumpió.

—Ahora preparo algo —apartó la mirada.

En la mesa, Álvaro hablaba de su día. Lucía solo oía medias palabras hasta que él preguntó:

—¿Y tú qué tal?

—Fui al gimnasio. Con Raquel.

—Ah, ¿sí? ¿Qué tal está?

—Bien. Contó lo del divorcio.

—Sí, lo pasó mal —comentó él, admirativo—. Es fuerte, saldrá adelante.

Carmen, observadora, preguntó:

—Papá, ¿por qué te importa tanto la señora Raquel?

—Ayudar a los demás es importante —evadió.

Pero Lucía notó que Carmen sospechaba.

Días después, en el centro comercial, Carmen dijo:

—Mamá, ¿por qué no usas ropa bonita?

—¿Yo?

—Todo es negro o beis. La señora Raquel va siempre elegante.

—Su trabajo lo exige.

—¿Y para papá no?

La pregunta la golpeó. ¿Cuándo fue la última vez que se arregló por Álvaro?

—Puede que tengas razón —admitió, eligiendo un vestido azul.

Esa noche, Álvaro apenas notó su cambio:

—Bonito. ¿Hay motivo?

—Ninguno.

Nada de admiración. Algo dentro de ella se rompió.

Un lunes, Raquel la detuvo en el portal, angustiada:

—Problemas en el trabajo. No ven resultados.

—Dales tiempo —dijo Lucía.

—Necesito un favor. ¿Puedes pedirle a Álvaro que pase? Quiero su consejo.

El corazón de Lucía se encogió. Raquel pedía ver a su marido, a través de ella.

—Se lo diré.

Álvaro acudió, volvió tarde, satisfecho.

—¿Todo bien? —preguntó Lucía.

—Sí, le di consejos.

Las visitas se repitieron: el ordenador, un grifo, cualquier excusa. Carmen también lo notó:

—Papá, ¿Una tarde, mientras doblaba la ropa, Lucía encontró en el bolsillo de Álvaro un ticket de un restaurante cercano al trabajo de Raquel, y supo que era hora de dejar de esperar y empezar a vivir para sí misma.

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