Amor nacido de la traición

Valentina Martínez sonrió cansadamente. Oksana Mijáilovna se llamaba ahora Elena Mónica Sánchez. La antigua escuela 23 de una ciudad sin nombre se transformó en un colegio público de Getafe. Los documentos falsos y la amenaza de despido se mantenían, teñidos de realidad española.

—Elena Mónica, por favor —rogó la mujer, temblando con papeles arrugados—. ¡Tengo dos hipotecas! ¡Mis hijos, Jaime y Lucía, qué será de ellos!

—Comprendo su situación —respondió la directora con firmeza—, pero falsificar su título universitario… Es algo grave que no puedo pasar por alto.

—¡Solo me quedaba un curso para terminar la carrera! ¡Lo juro! —interrumpió Elena Monica, las lágrimas surcándole las mejillas—. ¡En la Universidad Complutense! ¡Deme una oportunidad!

Valentina Martínez observó a su profesora de primaria. Durante tres años, había visto su dedicación. Los alumnos la adoraban; las familias la elogiaban. Pero su deber era claro.

—Muy bien. Tendrá un mes para presentar el título auténtico. De lo contrario…

—¡Gracias! ¡Mil gracias! —Elena Mónica giró hacia la puerta, pero se detuvo—. ¿Cómo lo supo?

—Inspección educativa revisó nuestros expedientes. Hallaron… inconsistencias.

Al salir, chocó con Bruno Jiménez, el profesor de educación física. Alto, canoso, de unos cincuenta y cinco años, la sostuvo suavemente.

—¿Qué sucede, Elena Mónica? Está blanca como la cera.

—Bruno… todo está perdido. ¡Me despiden!

—¿Y eso por qué?

Elena dudó. Confesar su fraude le llenaba de vergüenza. Bruno era recto, de reputación intachable, veinte años en el colegio.

—Un problema con los papeles —murmuró evasivamente.

—¿Algo concreto? Quizá pueda ayudar.

Ella levantó la mirada, aún húmeda. Bruno siempre fue paternal con ella; le traía bombones de vez en cuando, preguntaba por Jaime y Lucía. Separada, Elena añoraba ese apoyo masculino.

—El título… Tengo dificultades con mi título.

—¿Se extravió?

—Sí —mintió, agarrándose al clavo ardiendo—. En la última mudanza. Y sacar un duplicado tarda mucho, la burocracia es infernal.

Bruno se rascó meditabundo la barbilla.

—¿Dónde estudió? ¿En qué año acabó?

—En la Complutense —respondió sin vacilar. En realidad, solo cursó tres años; el matrimonio, los niños, el trabajo… la carrera quedó pendiente.

—Pues verá, conozco a alguien en el archivo de dicha universidad. Tal vez pueda agilizar el duplicado. ¿Con qué apellido figura? ¿De soltera o de casada?

Elena sintió que la mentira la hundía en un pozo sin fondo.

—De soltera. Elena Mónica Salgado.

—Entendido. Hablaré con Samuel Valdés. Mi viejo amigo dirige el archivo allí. Compañeros de facultad.

—Bruno… usted es tan bondadoso —susurró ella—. No sé cómo agradecérselo.

—¿Bondadoso? Somos compañeros. Estamos para ayudarnos.

En casa, esa noche, Elena no paraba en la cocina. Jaime, siete años, hacía deberes; Lucía, cinco, jugaba con sus muñecas.

—Mamá, ¿por qué lloras? —dijo el niño.

—Nada, Jaime. Solo estoy cansada.

—¿Vendrá papá?

—No, hijo. Papá vive en otro piso, ¿recuerdas?

Elena miró a sus niños. El corazón le dio un vuelo. Por ellos falsificó el título. Necesitaba ese trabajo estable, con su sueldo decente, su seguridad social, sus ventajillas para la guardería escolar.

Al día siguiente, Bruno la abordó en el recreo.

—Elena Mónica, hablé con Samuel Valdés. Consultó los archivos.

Su corazón se encogió.

—¿Y?

—Cosa rara. Su nombre no aparece entre los graduados de ese año. ¿Seguro del curso? ¿O de la facultad exacta?

El suelo bajo sus pies pareció ceder. Debía inventar algo rápido.

—Bruno, quizá me confundo. Desde el divorcio… mi memoria es un colador. Tal vez fue otra universidad. Lo recordaré y se lo diré.

—Claro, no se agobie. Tras un sustos así, cualquiera. —Su mirada estaba llena de una preocupación que le avergonzó aún más. Bruno era viudo desde hacía tres años; cáncer. Sin hijos. Se decía que lo vivió muy mal; incluso se fue solo a la Costa del Sol para distraerse.

—Bruno… ¿Le apetece que le invite a comer? Por su ayuda.

—¡Por Dios, Elena Mónica! No gaste.

—De verdad, quiero hacerlo. Se preocupa tanto por mí, me ayuda… y apenas sé nada de usted, salvo que enseña gimnasia.

Bruno titubeó.

—Bueno… si es en el comedor del cole. Hoy hacen albóndigas.

Durante la comida, hablaron. Bruno pescaba los fines de semana en el pantano cercano, devoraba novelas históricas y cuidaba su pequeña huerta en Aranjuez. Vivía solo y cocinaba bien.

—¿Y usted? ¿Lo lleva bien sola con los críos?

—Me las arreglo —suspiró ella—. Jaime ayuda con Lucía. Es muy responsable.

—¿Su ex paga la pensión?

—Sí, pero a trompicones. O no tiene curro, o tiene otras excusas.

Bruno frunció el ceño.

—Vaya faena. Abandonó a los suyos y encima remolonea.

—¿Qué le vamos a hacer? Así es la vida.

—Elena Mónica, no se ofenda si me paso a veces a ver cómo está. La veo muy angustiada por lo del título.

—Por supuesto que no. Me reconforta saber que alguien se preocupa.

Desde entonces, Bruno se acercaba cada día. Preguntaba, traía verduras de su huerta para los niños. Elena sentía su sincero afecto, pero el peso de su engaño era insoportable.

Tras una semana, volvió al tema.

—Elena Mónica… ¿ha recordado la universidad?

—Bruno… debo confesarle algo —dijo ella, tomando aire—. Pero temo que me desprecie.

—Dígame qué pasa.

—Yo… no terminé la carrera. Me casé en tercero, tuve a los
Se abrazaron bajo la luz tenue del salón, Valeria y Damián, sabiendo que su amor, aunque comenzó con una mentira, floreció porque eligieron la honestidad y la reparación, regando con lágrimas de arrepentimiento las semillas de un futuro compartido.

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