Amor Maldito

AMOR MALDITO

—¿Y ahora qué será de nosotras? —preguntó Olimpia con voz temblorosa, más para sí misma que para su amado.
—Pues que mandaré a los padrinos. Espérame —respondió él con calma.

…Olimpia volvió de aquel encuentro (que acabaría por cambiar su vida) risueña y misteriosa. A sus dos hermanas menores les contó con detalle cómo había estado con Baltasar.

Las hermanas sabían que Olimpia estaba perdidamente enamorada de él. Baltasar le había prometido casarse en otoño, después de la cosecha. Y ahora, tras aquella tarde íntima en el pajar, el joven no tenía excusa: debía pedir su mano.

Pero… Los campos ya estaban vacíos, el grano guardado en los graneros, el Año Nuevo se acercaba, y de los padrinos, ni rastro.

La madre de Olimpia, tía Jacinta, notó el cambio en su hija mayor. Olimpia, siempre alegre, ahora andaba triste y su cuerpo cambiaba de manera desigual. Tras una confesión entre lágrimas, tía Jacinta decidió mirar a los ojos de aquel pretendiente. Y de paso, averiguar dónde se habían extraviado los padrinos.

Sin pensarlo dos veces, se encaminó al pueblo vecino, donde vivía Baltasar. La madre del joven la recibió, ignorante de los actos de su hijo. Tía Jacinta no se mordió la lengua, y ambas mujeres volvieron su ira contra Baltasar. Él, insolente, replicó:

—¿Y cómo sé yo de quién es el niño? En el pueblo hay muchos mozos. ¿He de cargar con todos?

Tía Jacinta, indignada, al abandonar aquella casa para siempre, solo le deseó una cosa:

—¡Ojalá te cases una y otra vez, maldito sea!

Tal vez aquellas palabras llegaron al cielo. Baltasar, con el tiempo, se casó cuatro veces…

Por el rostro de su madre, Olimpia supo que la reunión no había ido bien. Tía Jacinta advirtió a sus hijas:

—¡Ni una palabra a vuestro padre! Lo arreglaremos nosotras. Olimpia, irás a Toledo con la familia. Cuando nazca el niño, lo dejarás en el hospicio. Si no, las cotillas del pueblo no nos dejarán en paz. Ya veremos… Dios dirá. Ay, hijas, los pecados son dulces, pero las consecuencias, amargas…

El marido de tía Jacinta, don Hermenegildo, era el maestro del pueblo. Todos lo respetaban, acudían a él por consejos, lo llamaban por su nombre de pila. Hombre severo pero justo.

Y ahora, ¡su hija mayor llegaba con un hijo no reconocido! ¡Qué vergüenza para toda la comarca!

Tía Jacinta no podía permitirlo. Mandó a Olimpia lejos. A su marido le dijo:

—Se va a la ciudad a trabajar. Ya tiene veinte años, no es una niña.

Y vigiló más de cerca a las menores. Pero, ¿quién puede controlar el corazón? Pronto, la segunda hija, Soledad, partió a Zaragoza para estudiar. La pequeña, Rosalía, a Madrid.

…En los pueblos, las palabras vuelan. Tarde o temprano, don Hermenegildo supo la verdad. Lo avergonzó enterarse por otros.

—¿Cómo pudiste hacer esto? ¿Dejar a un inocente en el hospicio? ¡Es mi nieta! ¡Tráela a casa ahora mismo!

Tía Jacinta no esperaba tal reacción. Aunque ella misma había llorado todo el año. Sabía que la niña estaba en el orfanato, pero no se atrevía a visitarla. Temía el instinto maternal, el llamado de la sangre… «La hija come las uvas, y la madre paga las pepitas», se lamentaba.

…Al poco, tía Jacinta y Olimpia trajeron a la niña al pueblo. La llamaron Anita. Durante un año, la pequeña no conoció a su familia. Aquella culpa la cargaría Olimpia toda la vida. Por mucho que Anita hiciera (y hubo de todo), Olimpia lo soportó con paciencia.

Anita creció entre su abuelo, su abuela y su madre. A menudo, Olimpia recordaba aquella última tarde con Baltasar. El aroma embriagador del heno, aquellos momentos dulces y prohibidos en el pajar… Seguía amándolo. Aunque la hubiera deshonrado, aunque le hubiera roto el alma… ¡Maldito amor! El amor no es un garbanzo, no se tira por la ventana…

Y así, Olimpia se convirtió en madre soltera. En Anita veía los rasgos de Baltasar. Hasta el carácter lo había heredado: combativa, rebelde. Olimpia vivía como en una niebla. Nada la alegraba, ni siquiera la risa de Anita. Ay, la hija sin padre…

Cuando cumplió 25 años, un primo lejano, Federico, comenzó a cortejarla. Casi habían crecido juntos. Tía Jacinta tenía una hermana que se casó con un viudo y crió a sus tres hijos. Federico era uno de ellos.

Olimpia aceptó sus atenciones a regañadientes. La vida con una hija no era fácil. Y ella seguía siendo joven. Federico sería un buen marido, pero… ¿qué pasaría con Anita? Él conocía toda la historia, pero adoraba a Olimpia desde niño. La hubiera aceptado con tres hijos, ¡qué más daba una!

…Celebraron una boda campestre, alegre y bulliciosa. Para empezar de nuevo, se mudaron a Madrid. Lejos de miradas indiscretas. Ahora tenían un secreto frágil que proteger.

Pronto, Olimpia dio a luz a Lucía. Para Federico, ambas niñas eran suyas. Adoptó a Anita sin vacilar. Nunca hizo diferencias.

Vivía por y para su familia. Olimpia resultó ser una excelente madre y esposa. Federico le devolvió la vida, sanó su alma herida. En su hogar reinaban la paz y el entendimiento.

…Pasaron diez años.

Anita, Lucía y otros cuatro nietos pasaban el verano con la abuela Jacinta.

La anciana andaba orgullosa por el pueblo. ¡Tres hijas casadas, todas con hijos! Seis nietos que la llenaban de alegría.

Un día, una de las niñas, limpiando el desván, encontró un pequeño cuaderno entre viejos periódicos y papeles. Al hojearlo, dio un grito. ¡El padre de Anita no era su verdadero padre! En aquellas páginas aparecía una y otra vez el nombre de Baltasar. ¡Era el diario de tía Olimpia!

La noticia no tardó en llegar a Anita. Arrebatándole el cuaderno a su prima, corrió hacia su abuela.

Y la buena mujer, con el corazón en la mano, lo contó todo. Después se maldijo por no haber quemado aquel maldito cuaderno.

Anita, destrozada, no podía creerlo. ¿Le habían ocultado tanto tiempo a su padre? Exigió conocerlo. Tía Jacinta, resignada, le dio la dirección.

Anita, acompañada de su prima, se encaminó al pueblo vecino.

En la puerta las recibió la madre de Baltasar. Reconoció a su nieta al instante. Llorando, confesó:

—Siempre te recordé, pero mi hijo no me dejaba verte…

Baltasar salió al ruido. Examinó a las dos muchachas y preguntó:

—¿Cuál de vosotras es mi hija?

Anita, desafiante, respondió:

—¡Podría haber sido yo!

Baltasar la llevó al patio. Minutos después, Anita volvió furiosa.

Su abuela, intentando calmar los ánimos, las invitó a la mesa. Sirvió a las jóvenes un vaso de aguardiente.

—¿En serio? —se rieron—. ¡En la ciudad no bebemos a nuestra edad!

Pero bebieron. No recordaban cómo llegaron a casa.

De camino, la prima no pudo resistir la curiosidad:

—¿De qué hablasteis en el patio?

—De nada. Me quiso dar dinero. ¿Para comprar mi silen—No lo acepté, claro —murmuró Anita, apretando los puños—, y menos de un hombre que ni siquiera supo reconocerme.

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