Amor Infinito

**Amor**

Alberto llevaba un buen rato mirando fijamente el teléfono. Lo había postergado demasiado. Finalmente, respiró hondo y pulsó el botón de llamada. Sonó un tono, luego otro… “No, no puedo”, se reprochó por su cobardía, dispuesto a colgar, pero entonces escuchó la voz de Paco al otro lado:

—¡Hola, tío! ¿Dónde te habías metido?

—Hola. Sí, andaba liado con el trabajo…

—¿Todo bien? ¿Necesitas ayuda? —respondió al instante su amigo.

—No, todo en orden. ¿Y por ahí?

—Por aquí también. Aunque la pequeña Lucía nos trae de cabeza. Se ha enamorado, ¿te lo imaginas? Un llanto hoy, un baile mañana. A veces no hay quien la saque de casa, otras se pasa la calle hasta la madrugada. Y lo peor: calla como un muerto. Oye, ¿y tú? ¿Sigues soltero?

Alberto tragó saliva, como si fuera a saltar desde un trampolín de diez metros. Ahí estaba, la pregunta incómoda.

—No, pero pronto dejaré de estarlo —dijo con voz ronca.

—¿En serio? ¿Al fin encontraste a la mujer que doblegó al soltero empedernido? Ya era hora, tío. No olvides invitarme a la boda; me enfadaré si te haces el loco.

—Claro. Sin vosotros no sería lo mismo.

—¿Y no piensas pasar por aquí?

Alberto esperaba esa pregunta. No había vuelta atrás.

—Pues… la verdad es que ya estoy aquí. Llegué hace tiempo.

—¿Cómo? ¡Y no dijiste nada, cabrón! ¿Te alojas en un hotel? A Natalia le sentará mal. ¿Cuándo vienes?

—Eh, más despacio —se rio Alberto—. No doy abasto con tus preguntas. Iré pronto.

Mentira. Había llegado seis meses atrás. Pero no era necesario que Paco lo supiera. Había comprado un piso, lo amuebló, solucionó lo del trabajo, su padre estaba enfermo… Y, sobre todo, no quería aparecer antes de tiempo por culpa de Lucía.

—Nada de “pronto”. ¿Me oyes? Te conozco. Ven ahora mismo —insistió Paco.

—Hoy es tarde. Mañana —prometió Alberto.

—Mañana, sin excusas. Voy a darle la alegría a Natalia.

Así que el primer paso estaba dado. Pero, ay, si Paco supiera la bomba que les iba a soltar, no estaría tan contento. Lucía podía estar orgullosa de ellos. En cambio, él se comportaba como un chiquillo asustado ante la idea de enfrentarse a los padres de su amada. “Y Lucía, qué valiente, no ha dicho nada. Es increíble… La recuerdo recién nacida en mis brazos, y ahora quiero casarme con ella”.

Pero vayamos por partes…

***

Se hicieron amigos en primero de carrera: Paco, Alberto y Natalia. Ambos se enamoraron de aquella chica inteligente y hermosa. Aunque muchos la pretendían, nadie podía competir con Paco y Alberto. Discutieron por ella, sin ceder ni un ápice. Si Natalia sospechaba algo, nunca lo dejó ver; los trataba por igual, sin favorecer a ninguno, sin aprovecharse.

Los amigos se volvían locos. Casi llegaron a las manos. Hasta que pactaron: si ella elegía a uno o a un tercero, el otro se apartaría. Pero cada uno luchó por conquistarla. Sin embargo, Natalia no se decantó. Solo les quedó esperar.

Al final de tercero, Natalia empezó a mostrar interés por Alberto. Él se hinchó de orgullo. Paco, en cambio, se consumió de amor y decepción, pero un trato es un trato. Se alejó tanto que dejó de ir a la universidad para no verlos.

Alberto compró una botella de brandy y fue a verlo. Bebieron y hablaron toda la noche. Hacia el final, Alberto comprendió que no amaba a Natalia con la misma intensidad que Paco. Él, en verdad, no podía vivir sin ella.

La solución fue sencilla: fingió un romance con otra. Natalia, celosa, le armó un escándalo, lloró, lo acusó de traición. Como Alberto había previsto, buscó consuelo en Paco.

Y él la amó con tal devoción que, al poco, Natalia le correspondió con un sentimiento igual de sincero. Alberto sintió celos, claro, el amor no desaparece de un día para otro. Pero sabía que Natalia sería más feliz con Paco. Nunca se arrepintió. Ni Paco ni Natalia supieron el papel que él tuvo en su felicidad.

Se casaron al terminar la carrera. Alberto fue el padrino. Nueve meses después, nació Lucía. Los dos amigos fueron al hospital, felices, con flores. La enfermera dudó a quién entregar el fajín rosado.

Paco lo tomó en brazos, pero se lo pasó a Alberto.

—Toma, tú. Estoy demasiado nervioso —susurró.

Alberto lo recibió, miró entre los encajes y vio aquel pequeño milagro: labios rosados, nariz diminuta, mejillas de terciopelo. El corazón le dio un vuelco, y los ojos se le llenaron de lágrimas. “Podría ser mi hija”, pensó.

Días después, Alberto se marchó. Primero a Zaragoza, luego al norte. En sus visitas, veía cómo Lucía crecía, idéntica a su madre. De niña delgada con coletas a una joven radiante. Envidió, con cariño, la dicha de sus amigos. Él, en cambio, nunca encontró a la mujer que conquistara su corazón. Hubo romances, pero nunca llegó al altar.

***

A Lucía siempre la trató con especial cariño. Quizá por aquel instante en el hospital, cuando su corazón se llenó de amor al verla. En su última visita, se sorprendió al verla convertida en mujer, un reflejo de la Natalia que él amó. Ya no corría a abrazarlo ni le daba besos en la mejilla como antes. Su timidez en su presencia, él la atribuyó a la edad.

El tiempo pasó rápido. Sus padres envejecían, enfermaban, y Alberto pensó en volver para cuidarlos. Se despidieron en casa, pues su tren a Madrid salía temprano. De ahí, tomaría un avión.

El vagón estaba casi vacío. Alberto se acomodó junto a la ventana y cerró los ojos. Al rato, el tren arrancó. Notó que alguien se sentaba frente a él y lo miraba fijamente. Al abrir los ojos, se encontró con Lucía. El sueño se esfumó.

—¿Qué haces aquí? —preguntó, sorprendido.

—Vengo a despedirte. Sé que no me tomas en serio, pero… te amo —soltó, sin rodeos, dejándolo sin palabras.

—Yo también te quiero. Como a una hija —respondió, sereno—. Tus padres no saben dónde estás. Si no, ya habrían llamado. No puedo acompañarte de vuelta. En la próxima parada, sal y vuelve a casa —dijo con firmeza.

—Sabía que dirías eso —respondió ella, sin inmutarse. Ya no era una niña, sino una mujer que sabía jugar con las emociones. No lloró, pero habló con tal pasión que él no pudo responder con clichés.

—Conozco a tus padres desde siempre. Estuve enamorado de tu madre. Lo sabes, ¿no? Tengo treinta y siete. Si te correspondo, ¿qué pasará? Cuando tengas mi edad, serás una mujer en plenitud. Me odiarás por ser un viejo. Los hombres se fijarán en ti, te compadecerán. Y un día, tendrás un amante joven…

—Miras demasiado lejos —interrumpió ella—. ¿Y si no llego a ese día? La vida es impredecible. De un modo u otro, teY así, entre risas y lágrimas, comprendieron que el amor, cuando es verdadero, no entiende de edades ni convenciones, sino solo del latido sincero de dos corazones que se encuentran en el mismo camino.

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