Amor Fuera de Tiempo

**Un Amor Fuera de Tiempo**

Lucía asomó la cabeza en la habitación de su madre y, al verla dormida, cerró la puerta sin hacer ruido.

—Lucía… —la llamó su madre con voz débil, inesperadamente.

—¿Sí, mamá? —volvió a asomarse—. Pensé que estabas durmiendo. ¿Necesitas algo? Iba a salir un rato con las chicas.

—Ve, yo descansaré un poco —susurró María antes de cerrar los ojos. Incluso ese pequeño gesto le costó un esfuerzo sobrehumano.

Lucía respiró aliviada y salió corriendo a vestirse. Desde que su madre enfermó, se había acostumbrado a moverse en silencio. Bajó las escaleras sin hacer ruido. En la puerta la esperaba su compañero de clase, Miguel Torrente.

—¿Qué tardabas tanto? —le espetó en lugar de saludarla.

—Estaba haciendo caldo para mamá. ¿Adónde vamos? —Lucía sonrió, tratando de suavizar su culpa.

—¿Sigue enferma?

—Sí, acaba de dormirse. Pero no nos entretengamos mucho, ¿vale? Por si necesita algo…

—Bah, dormirá y se sentirá mejor —dijo Miguel con indiferencia.

Lucía apretó los labios. Nadie sabía lo grave que estaba su madre. No quería compasión ni alboroto en el instituto.

—Mira, empieza a llover. Vamos a casa de Alejandro, que sus padres se han ido a la finca —susurró Miguel, rodeándola con un brazo e intentando besarla.

Lucía apartó la cara bruscamente.

—¿Qué haces? ¡Nos pueden ver!

—¿Quién? Tu madre está durmiendo. ¿Vamos?

La duda la paralizó. La última vez que fueron a casa de Alejandro, Miguel no dejó de manosearla. Le gustaba, pero todo iba demasiado rápido.

—Media hora, nada más. Te prometo que no me pasaré —rogó él. La lluvia arreciaba.

—Vale, pero poco rato —aceptó al fin.

—Claro. —Miguel disimuló su satisfacción.

Alejandro abrió la puerta y sonrió al verlos.

—Pasad.

Lucía no se movió. No le apetecía quedarse a solas con dos chicos.

—Me descargué una peli buenísima ayer —dijo Alejandro. Miguel se quitó las zapatillas y lo siguió al salón. Lucía pensó en irse, pero tampoco quería volver a casa.

Cerró la puerta y entró, sentándose junto a Miguel. Él le pasó un brazo por detrás del sofá. Alejandro trajo dos latas de cerveza. Lucía rechazó la suya, y Miguel la tomó sin preguntar. Ella lo miró de reojo, pero no dijo nada.

La película era entretenida, y Lucía se distrajo. Hasta que sintió la mano ardiente de Miguel bajo su sudadera. Intentó apartarse, pero él la sujetó del hombro mientras le apretaba un pecho con fuerza.

—¡Me haces daño! —gritó.

Miguel aflojó el agarre, y Lucía saltó del sofá. Alejandro ya no estaba. Ni siquiera se dio cuenta de cuándo se fue.

—Lucía, perdona… —balbuceó Miguel.

—¡Lo prometiste! —estalló ella.

—No exageres. No es para tanto. Te quiero. —Se levantó también.

Era la primera vez que lo decía, y Lucía no supo rechazarlo. Empezó a besarla. Su aliento olía a cerveza, y sus manos se volvieron ásperas, insistentes.

—No… Tengo que irme… —murmurró, empujándolo.

De pronto, Miguel la levantó en brazos y la tiró sobre el sofá, aplastándola con su peso. Lucía forcejeó, logró doblar la rodilla y golpearlo entre las piernas.

Él maldijo y se apartó. Lucía salió corriendo al recibidor, agarró sus zapatillas y forcejeó con la cerradura.

—¡Vete a la mierda! —le gritó Miguel a su espalda.

Bajó las escaleras en calcetines, se detuvo al no sentir que la seguían y se calzó. ¿Cómo había podido confiar en él? Su madre estaba enferma, y él solo quería una cosa.

Al llegar a casa, se lavó la cara y el cuello, intentando borrar el rastro de sus besos. Después, sentada a oscuras, pensó en lo que pasaría si su madre moría. Se quedaría sola. ¿De qué viviría? En dos meses cumpliría dieciocho, y la pensión de su padre cesaría. No tenía dinero ni para un vestido de graduación. Pero eso daría igual, con tal de que su madre mejorara.

El cáncer lo descubrió sola. Intuía que era más grave de lo que su madre admitía. Buscó los nombres de los medicamentos en internet y lo supo.

Su móvil vibró. Un mensaje de Miguel: «Lucía, perdón». No respondió. Los mensajes se sucedieron, entre súplicas e insultos. Apagó el teléfono.

Antes de dormir, fue a ver a su madre.

—Mamá, ¿duermes?

María abrió los ojos con dificultad.

—¿Necesitas algo? ¿Agua? ¿El baño?

Su madre negó levemente y volvió a cerrar los ojos.

Por la mañana, Lucía despertó por un golpe y entró corriendo en su habitación. María se tambaleaba, agarrada al borde de la cama. Una silla yacía en el suelo.

Lucía la ayudó a acostarse, sorprendida por lo frágil que se sentía.

—¿Por qué no me llamaste? —regañó.

—Creí que podía… —María jadeaba como si hubiera corrido.

—Te traeré un té. —Lucía salió a la cocina.

Su madre apenas bebió unos sorbos. Llevaba días sin comer, apenas iba al baño.

Lucía no quería dejarla sola, menos tras lo de Miguel. Pero los exámenes finales estaban cerca. Decidió faltar a la última clase, Historia, para volver pronto.

Al regresar, su madre dormía. Pero algo no iba bien. Al tocarla, lo entendió todo. Salió corriendo, tapándose la boca, sin saber qué hacer. Llamó a la vecina, que adivinó la situación y avisó a la ambulancia.

Esperaron juntas. Cuando se llevaron el cuerpo, Lucía abrió las ventanas para ventilar. La vecina reunió algo de dinero entre los pisos. En el instituto también se enteraron, y los padres de sus compañeros ayudaron. Los compañeros de trabajo de su madre organizaron el funeral.

Esos días fueron un sueño. En el ataúd yacía una extraña, no su madre. Lucía recordaba cómo era antes.

Un día, rebuscando entre papeles, encontró un cuaderno con la letra de su madre. No había fechas, solo recuerdos fragmentados. ¿Por qué escribió eso?

…¿Cuántos años tendría cuando conocí a Esteban? Uno menos que Lucía ahora. Me llamó la atención su apellido: Galdós. Le pregunté si era pariente del escritor. Él solo sonrió: “Homónimo”.

Lo conocí demasiado pronto. Era siete años mayor, parecía un hombre hecho. Y yo ni siquiera entendí que era amor, el único de verdad. No me exigía nada. ¿Qué podía ofrecerle yo? Era tonta, no lo valoré. Por eso lo perdí.

Así pasa cuando el amor llega a destiempo. Yo quería bailar con chicos de mi edad, que me regalaran peluches, no perfumes franceses. Lucía es más madura que yo entonces.

Estudiaba en el instituto. Él, claro, no esperó. Se casó. Me dolió, me enfurecí. Decía que me amaba, pero se casó. Poco después, conocí a Jorge, mi futuro marido,Y años después, cuando Lucía contemplaba a sus propios hijos jugar en el jardín, entendió que el amor, aunque llegue fuera de tiempo, siempre deja su huella en el alma.

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