Ana echó un vistazo a la habitación de su madre y, al ver que dormía, cerró la puerta con cuidado.
—Ana —llamó de pronto su madre con voz débil.
—Sí, mamá —volvió a asomarse—. Pensé que estabas dormida. ¿Necesitas algo? Iba a salir un rato con mis amigas.
—Ve, yo dormiré un poco —susurró Julia cerrando los ojos. Le costaba un esfuerzo inmenso levantar los párpados, pesados como plomo.
Ana suspiró aliviada y corrió a vestirse. Desde que su madre enfermó, había aprendido a moverse en silencio. Bajó las escaleras sin hacer ruido. En la puerta la esperaba Miguel, un compañero de clase.
—¿Qué tardaste tanto? —preguntó él, malhumorado, en lugar de saludar.
—Estaba haciendo caldo para mamá. ¿Adónde vamos? —Ana sonrió, tratando de suavizar su culpa.
—¿Sigue enferma?
—Sí, acaba de dormirse. Pero no tardemos mucho, ¿vale? Por si necesita algo…
—Bah, dormirá y se sentirá mejor —dijo Miguel con despreocupación.
Ana se mordió el labio. No le había contado a nadie lo grave que estaba su madre. No quería lástima ni que se armara un escándalo en el instituto.
—Mira, empieza a llover. Vamos a casa de Pablo, sus padres se fueron a la finca —susurró Miguel, abrazándola e intentando besarla. Pero Ana apartó la cara de golpe.
—¿Qué haces? Alguien podría vernos.
—¿Quién? Si tu madre está dormida. ¿Vamos?
Ana dudó. La última vez que fueron a casa de Pablo, Miguel se puso pesado. Le gustaba, pero todo iba demasiado rápido.
—Media hora, nada más. Te prometo que no me pasaré —insistió él. La lluvia arreciaba.
—Vale, pero poco rato —aceptó Ana.
—Claro —Miguel disimuló su entusiasmo.
Pablo abrió la puerta y sonrió al verlos.
—Pasad.
Ana no se movió. No le apetecía quedarse a solas con los dos chicos.
—Ayer descargué una peli buenísima —dijo Pablo.
Miguel se quitó las zapatillas y lo siguió al salón. Ana pensó en irse. Pero tampoco quería volver a casa.
Cerró la puerta y se sentó junto a Miguel, que al instante rodeó su espalda con el brazo. Pablo les dio una lata de cerveza a cada uno. Ana rechazó la suya, y Miguel se la quedó. Ella lo miró de reojo, pero no dijo nada.
La película era entretenida, y Ana se enganchó. Hasta que notó la mano de Miguel, caliente y ansiosa, bajo su sudadera. Se sobresaltó, pero él la sujetó por el hombro y le apretó el pecho con fuerza.
—¡Me haces daño! —gritó.
Miguel aflojó el agarre, y Ana se levantó. Pablo ya no estaba. No se había dado cuenta de cuándo salió.
—Ana, perdona —murmuró Miguel.
—¡Lo prometiste! —estalló ella.
—No exageres. ¿O es que eres virgen? Te quiero —también se puso de pie.
Era la primera vez que lo decía, y Ana no pudo rechazarlo. Lo dejó besarla, aunque le desagradaba el olor a cerveza en su aliento. Sus manos se volvieron toscas, insistentes.
—No, déjame, tengo que irme… —empujó su pecho.
Miguel la levantó de golpe y la tiró sobre el sofá, aplastándola. Ana forcejeó, logró doblar la rodilla y clavársela entre las piernas.
—¡Maldita! —se apartó, y ella salió corriendo al recibidor, agarró sus zapatillas y forcejeó con la cerradura.
—¡Vete a la mierda! —le gritó él.
Ana bajó las escaleras en calcetines. Al ver que no la seguían, se detuvo y se calzó.
¿Cómo había podido confiar en él? Su madre estaba gravemente enferma, y él solo quería una cosa.
En casa, se lavó la cara y el cuello, quitándose el rastro de sus besos húmedos. Después, sentada a oscuras, pensó en lo que pasaría si su madre moría. Quedaría completamente sola. ¿De qué viviría? En dos meses cumpliría dieciocho, y la pensión de su padre cesaría. No tenía dinero ni para el vestido de graduación. Bah, eso no importaba, solo quería que su madre mejorara.
Ana descubrió sola que su madre tenía cáncer. Intuía que era algo peor de lo que decía. Buscó en internet los nombres de sus medicamentos y lo supo todo.
Su móvil vibró con un mensaje de Miguel: “Ana, perdón”. No respondió. Los mensajes se acumularon: disculpas, insultos, groserías. Apagó el teléfono.
Antes de dormir, fue a ver a su madre.
—Mamá, ¿duermes?
Julia abrió los ojos con esfuerzo.
—¿Necesitas algo? ¿Agua? ¿El baño?
Su madre negó levemente y volvió a cerrar los ojos.
Por la mañana, Ana se despertó por un ruido y entró corriendo en su habitación. Julia, temblorosa, intentaba sostenerse agarrada a la cama. Una silla estaba en el suelo.
Ana la ayudó a acostarse, sorprendida por lo delgada y liviana que se había vuelto.
—¿Por qué no me llamaste? —regañó.
—Pensé que podría… —Julia jadeaba como tras una carrera.
—Ahora te traigo té —Ana fue a la cocina.
Su madre apenas bebió unos sorbos. Llevaba días sin comer, casi sin moverse.
Ana se sentía intranquila. Quería quedarse con ella, sobre todo después de lo de anoche. Pero los exámenes finales estaban cerca. Decidió faltar a la última clase, Historia, para volver pronto.
Al regresar del instituto, su madre seguía dormida. Ana la vigilaba, pero no se movía. Intuyendo algo malo, la tocó en el hombro y lo supo al instante. Salió de la habitación tapándose la boca, sin saber qué hacer. Fue a casa de la vecina.
La mujer, al ver su expresión, lo entendió todo. Llamó a una ambulancia, luego esperaron juntas el coche fúnebre.
Cuando se llevaron a Julia, Ana abrió las ventanas para ventilar. La vecina recolectó dinero entre los otros pisos y se lo dio. En el instituto también se enteraron, y los padres de sus compañeros ayudaron. Los compañeros de trabajo de su madre organizaron el entierro.
Ana vagó esos días como en un sueño. En el ataúd yacía una mujer que no reconocía, y evitaba mirarla. Prefería recordarla como era antes.
Un día, rebuscando entre papeles, encontró un cuaderno escolar con la letra de su madre. Varias páginas llenas. ¿Un diario? Sin fechas. Ana empezó a leer: eran recuerdos dispersos. ¿Por qué esos?
…¿Cuántos años tenía cuando conocí a Esteban? Uno menos que Ana ahora. Me llamó la atención su apellido: Cervantes. Le pregunté si descendía del famoso escritor. Él, modesto, dijo que no.
Lo conocí demasiado pronto. Siete años mayor, me parecía un hombre. Y yo no entendí que era amor verdadero. Él no me exigía nada. ¿Qué podía ofrecerle yo? Era tonta, no lo valoré, y perdí mi felicidad.
Así pasa cuando el amor llega antes de tiempo. Yo solo quería bailar con chicos de mi edad, que me regalaran peluches, no perfumes franceses. Hasta Ana es más madura que yo entonces.
Con el tiempo, Ana entendió que las historias de amor, como las de su madre y Esteban o como la suya con Miguel, nunca eran perfectas, pero seguían valiendo la pena, porque al final, aunque la vida se acabase demasiado pronto, lo único que quedaba eran esos instantes fugaces de felicidad robada al destino.