**Amor a destiempo**
Anoche, al asomarme al cuarto de mi madre, creí que dormía y cerré la puerta con cuidado.
—Ana —me llamó con voz débil.
—Sí, mamá —volví a entrar—. Pensé que estabas dormida. ¿Necesitas algo? Iba a salir un rato con las chicas.
—Ve, yo descansaré —contestó Julia, cerrando los ojos como si le pesaran las pestañas.
Suspiré aliviada y corrí a vestirme. Desde que mamá enfermó, había aprendido a moverme en silencio. Bajé las escaleras sin hacer ruido. A la puerta del edificio me esperaba Miguel, un compañero de clase.
—¿Tanto tardas? —preguntó, malhumorado, en lugar de saludar.
—Estaba haciendo caldo para mamá. ¿Adónde vamos? —Sonreí, disculpándome.
—¿Sigue mala?
—Sí, acaba de dormirse. No tardemos, ¿vale? Por si necesita algo… —rogué.
—Bah, descansará y se sentirá mejor —dijo él, indiferente.
Apreté los labios. Nadie sabía lo que tenía mamá. No quería lástimas ni que corriera el rumor por el instituto.
—Mira, empieza a llover. Vamos a casa de Pablo, sus padres se han ido al pueblo —susurró Miguel, rodeándome con un brazo e intentando besarme.
Me aparté bruscamente.
—¿Estás loco? Alguien podría vernos.
—¿Quién? Tu madre duerme. ¿Vamos? —insistió.
Dudé. La última vez que fuimos, Miguel no paró de insinuarse. Me gustaba, pero todo le urgía demasiado.
—Ana, media hora, nada más. Te prometo que no me pasaré —suplicó mientras la lluvia arreciaba.
—Vale, pero poco rato —cedí.
—Claro —respondió, disimulando su alegría.
Pablo nos abrió la puerta y sonrió al vernos.
—Pasad.
Me quedé inmóvil. No me apetecía quedarme a solas con ellos.
—Ayer me bajé una peli buenísima —comentó Pablo.
Miguel se quitó las zapatillas y lo siguió. Pensé en irme, pero tampoco quería volver a casa.
Cerré la puerta y me senté junto a Miguel, que al instante apoyó su brazo detrás de mí. Pablo trajo latas de cerveza. Rechacé la mía, y Miguel la cogió. Lo miré de reojo, pero no dije nada.
La película me atrapó desde el principio. Volví en mí cuando sentí su mano bajo mi camiseta. Me retorcí, pero él me sujetó por el hombro mientras me apretaba el pecho con fuerza.
—¡Me haces daño! —grité.
Aprieta estuvo, me liberé y salté del sofá. Pablo había desaparecido.
—Ana, perdona —balbuceó Miguel.
—¡Prometiste comportarte! —exploté.
—Venga, no exageres. Como si fuera la primera vez. Te quiero —se levantó también.
Era la primera vez que lo decía, y no pude rechazarlo. Sus besos sabían a cerveza, sus manos se volvieron toscas, insistentes.
—Basta, tengo que irme… —empujé su pecho.
De pronto, me atrapó entre sus brazos y me tiró al sofá, cubriéndome con su cuerpo. Forcejeé para zafarme, logré doblar la rodilla y golpearle entre las piernas.
Maldijo y se apartó. Salí corriendo, agarré mis zapatillas y forcejeé con la cerradura.
—¡Vete a la mierda! —me gritó.
Bajé las escaleras descalza. Al ver que no me seguía, me detuve a calzarme.
¿Cómo pude confiar en él? Con mi madre enferma, y él solo quería una cosa.
En casa, me lavé la cara y el cuello, borrando sus besos húmedos. Luego, sentada a oscuras, pensé: ¿qué pasará si mamá muere? Estaré sola. ¿De qué viviré? En dos meses cumpliré dieciocho, y la pensión de mi padre cesará. No tengo dinero ni para el vestido de graduación. Bueno, lo superaré, con tal de que ella mejore.
Lo del cáncer lo descubrí sola. Sospechaba que era algo grave. Busqué en internet los medicamentos que tomaba y lo entendí todo.
Mi móvil vibró: *«Ana, perdón.»* No respondí. Los mensajes se multiplicaron: disculpas, insultos. Lo apagué.
Antes de dormir, entré en su habitación.
—Mamá, ¿duermes?
Julia abrió los ojos con esfuerzo.
—¿Necesitas algo? ¿Agua? ¿El orinal?
Negó levemente con la cabeza y volvió a cerrarlos.
Por la mañana, un ruido me despertó. Corrí a su cuarto. Intentaba levantarse, temblorosa, sujetándose a la cama. Una silla yacía en el suelo.
La acosté, sorprendida por lo frágil que se sentía.
—¿Para qué te levantas? Llámame —reñí.
—Creí… que podía… —jadeó, como si hubiera corrido.
—Te traeré té —dije, yéndome a la cocina.
Bebió un poco y dejó el vaso. Llevaba días sin comer, sin apenas moverse.
Me angustiaba dejarla sola, más después de lo de anoche. Pero los exámenes eran pronto. Decidí que faltaría a la última clase, Historia, para volver antes.
Al regresar, dormía. La observé varias veces, inmóvil. Presintiendo lo peor, toqué su hombro huesudo. Lo supe al instante. Salí tapándome la boca, desorientada. Fui a casa de la vecina, que ya no trabajaba y siempre estaba. Al verme, lo adivinó. Llamó a una ambulancia, luego esperamos juntas a la funeraria.
Cuando se la llevaron, abrí las ventanas para ventilar. La vecina reunió dinero entre los vecinos y me lo dio. El instituto se enteró, los padres de mis compañeros también ayudaron. Los compañeros de trabajo de mamá organizaron el funeral.
Esos días fui como un autómata. En el ataúd había una mujer ajena; preferí recordar a mi madre antes de la enfermedad.
Rebuscando papeles, encontré un cuaderno con su letra. Varias páginas llenas. ¿Un diario? Sin fechas. Empecé a leer. Eran recuerdos dispersos. ¿Por qué esos precisamente?
*«…¿Cuántos años tendría cuando conocí a Esteban? Uno menos que Ana ahora. Me llamó la atención su apellido: Giner. “¿Descendiente del escritor?” Él, modesto, dijo que no. Lo conocí demasiado pronto. Siete años mayor, me parecía un hombre. No entendí que era amor verdadero. No me pedía nada. ¿Qué podía ofrecerle yo? Fui tonta, no lo aprecié. El amor llega a destiempo. Quería bailar con chicos de mi edad, que me regalasen peluches, no perfume francés. Ana es más madura que yo entonces. Estudiaba. Él no esperó, se casó. Me enfurecí. “Si me querías, ¿por qué te casaste?” Luego conocí a Juan, mi futuro marido. Entonces no pensaba en eso. Tenía la selectividad, la universidad. Salíamos, íbamos al cine. Yo entré en la carrera; él suspendió, se fue a la mili. Nos escribíamos poco; sin planes. Sirvió dos años. Al volver, yo estaba en tercero. Había tenido algún novio. Él maduró, me gustó. No estudió, empezó a trabajar y me pidió casarnos. Me asustó. Me atraía su seguridad, pero también me irritaba. Balbuceé que era pronto, que quería acabar la carrera. Se ofendió.El amor de mi madre llegó demasiado pronto, el mío casi demasiado tarde, pero al final, como en los cuentos que ella me leía, encontramos nuestro final feliz.