**Amor**
Vicente permaneció mucho tiempo mirando el teléfono. Ya había pospuesto la llamada demasiado. Finalmente, tras una respiración profunda, pulsó el botón de llamar. Un tono, otro… «No, no puedo», maldiciendo su cobardía, estuvo a punto de colgar cuando, de repente, la voz de Miguel resonó al otro lado:
—¡Hola, cabrón! ¿Dónde te habías metido?
—Hola. Ya sabes, liado con mil cosas…
—¿Va todo bien? ¿Necesitas ayuda? —reaccionó al instante su amigo.
—No, todo correcto. ¿Y por ahí cómo va todo?
—Por aquí bien. Aunque a Laurita la trae loca. Se ha enamorado, ¿te lo imaginas? Un día llorando, otro bailando. A veces encerrada en casa, otras hasta altas horas por ahí. Y lo peor, muda como una tumba. ¿Y tú? ¿Sigues soltero?
Vicente tragó saliva, como si estuviera a punto de zambullirse desde un trampolín de diez metros. Ahí estaba, la pregunta incómoda.
—No, pero pronto dejaré de estarlo —respondió con voz ronca.
—¿En serio? ¿Al fin encontraste a la mujer que conquistó al soltero empedernido? Ya era hora, tío. No olvides invitarnos a la boda, eh. Me ofendería si te rajas.
—Por supuesto. Sin vosotros no sería lo mismo.
—¿No piensas venir por aquí?
Vicente esperaba esa pregunta. Ya no había vuelta atrás.
—Bueno… en realidad ya estoy aquí. Llegué hace tiempo.
—¿Qué? ¡Pero qué me dices, cabrón! ¿Te alojaste en un hotel? Natalia se enfadará. ¿Cuándo vienes a vernos?
—Eh, más despacio. No doy abasto a responder —rió Vicente—. Pasaré uno de estos días.
Llevaba medio año en la ciudad, pero su amigo no necesitaba saberlo. Había comprado un piso, lo había amueblado, solucionado lo del trabajo y, además, su padre había estado enfermo. Pero la verdadera razón era Laura. No podía aparecer antes de tiempo.
—Nada de «uno de estos días». ¿Me oyes? Ya te conozco. Ven ahora mismo —insistió Miguel, entusiasmado.
—Hoy es tarde. Mañana —prometió Vicente.
—Mira, mañana te esperamos. Voy a darle la buena noticia a Natalia.
Así que, primer paso dado. Ay, si su amigo supiera la bomba que les tenía preparada a él y a Natalia, no estaría tan contento. Laura podía estar orgullosa de ellos. En cambio, él se comportaba como un cobarde que temía presentarse a los padres de su novia. «Pero Laura es una valiente, no ha dicho nada. Es increíble, la recuerdo recién nacida en mis brazos, y ahora quiero casarme con ella».
Pero vayamos por partes…
***
Se hicieron amigos en primero de carrera: Miguel, Vicente y Natalia. Ambos se enamoraron de aquella chica inteligente y hermosa. A muchos les gustaba, pero nadie podía competir con Miguel y Vicente. Se pelearon por ella, ninguno quería ceder. Si Natalia sospechaba algo, no lo demostraba, trataba a ambos igual, sin favorecer a ninguno, y, hay que reconocerlo, nunca aprovechó su influencia.
Los chicos enloquecían, casi llegaron a las manos. Al final pactaron que, si ella elegía a uno o a un tercero, el otro se apartaría. Aun así, cada uno luchó por llamar su atención. Pero Natalia no se decantaba. Solo les quedó esperar.
Hasta que, al final del tercer año, Natalia comenzó a mostrar interés por Vicente. Él se hinchó de orgullo. Miguel, en cambio, se consumía de amor y decepción, pero un trato es un trato. Se apartó tanto que dejó de ir a la universidad para no verlos.
Vicente compró una botella de vino y fue a verlo. Bebieron y hablaron toda la noche. Al final, Vicente entendió que no amaba a Natalia con la misma intensidad que Miguel. Él, en verdad, no podía vivir sin ella.
La solución fue sencilla: fingió haberse enamorado de otra. Natalia, por supuesto, celosa, le armó un escándalo, lloró, lo acusó de traición. Como Vicente había previsto, ella buscó consuelo junto a Miguel.
Y él la amaba tanto que, pronto, Natalia le correspondió con un sentimiento sincero. Vicente sintió celos, claro, el amor no desaparece de golpe, pero sabía que Natalia sería más feliz con Miguel. Nunca se arrepintió. Ni Miguel ni Natalia supieron el papel que él jugó en su felicidad.
Se casaron tras graduarse. Vicente fue el padrino. Nueve meses después, nació Laurita. Ambos amigos fueron al hospital con flores, felices. La enfermera dudó a cuál entregar el paquete envuelto en cinta rosa.
Miguel dio un paso al frente, tomó a su hija, pero luego se la pasó a Vicente.
—Toma, tú… estoy demasiado nervioso, no me fío de mis manos —susurró.
Vicente la cogió, miró entre el encaje y vio un pequeño milagro: labios rosados, nariz diminuta, mejillas suaves. Sintió tal calor y amor que se le llenaron los ojos de lágrimas. «Podría haber sido mi hija», pensó.
Días después, Vicente se marchó. Primero a Zaragoza, luego al norte. Cuando volvía de vacaciones, los visitaba. Laura crecía idéntica a su madre. De niña delgada con coletas pasó a ser una joven esbelta y hermosa. Él envidiaba su felicidad, mientras él no encontraba a «la única». Hubo mujeres, pero ninguna llegó al altar.
***
Siempre tuvo un trato especial con Laura. Quizá por aquel momento en el hospital, cuando su corazón se llenó de amor al verla. En su última visita, se sorprendió al verla tan adulta, tan parecida a la Natalia de la que estuvo enamorado. Ya no corría a abrazarlo ni le besaba la mejilla al verlo, sino que se ruborizaba en su presencia. Vicente lo atribuyó a la edad.
Las vacaciones terminaron, como siempre, demasiado pronto. Sus padres envejecían, enfermaban, y Vicente pensó en volver para cuidarlos. Se despidieron en casa, porque salía en el primer tren a Madrid, y de ahí tomaría un vuelo a Bilbao.
El tren estaba casi vacío. Vicente se acomodó junto a la ventana y cerró los ojos, esperando dormir. Al rato, notó que alguien se sentaba frente a él. Sintió una mirada fija y abrió los ojos. Cuál fue su sorpresa al ver a Laura. El sueño se esfumó.
—¿Qué haces aquí? —preguntó, atónito.
—Te acompaño. Sé que no me tomas en serio, pero necesito decírtelo… Te quiero. —Lo dejó sin palabras.
—Yo también te quiero. Desde el primer día, como a la hija de mis amigos —respondió, serio—. Tus padres no saben dónde estás. Si no, ya habrían llamado. No tengo tiempo para llevarte de vuelta, perdería el avión. Bajas en la próxima parada.
—Sabía que dirías eso —dijo ella, sin inmutarse. Él ya no veía a una niña, sino a una mujer que manejaba sus sentimientos con maestría. No lloró, pero habló con tanta emoción que no pudo responder con frases vacías.
—Conozco a tus padres desde siempre. Estuve enamorado de tu madre. Tú lo sabes. Tengo treinta y siete. ¿Qué pasaría si correspondo? Cuando tú tengas mi edad, serás una mujer en plenitud. Me odiarás por ser un viejo. La gente te compadecerá, otros se enamorarán de ti. Y un día tendrás un amante…
——Miras demasiado lejos —replicó Laura, cambiando al «tú»—, y si la vida es impredecible y no llego a vieja, ¿por qué no disfrutamos del tiempo que nos queda juntos?
Vicente, incapaz de negarle nada, accedió a mantener contacto, pero con cautela, mientras ella terminaba el instituto y empezaba la universidad.
Los meses pasaron entre llamadas, cartas y miradas robadas, hasta que, un día, Vicente no pudo resistirse más: habló con Miguel y Natalia, quienes, tras superar el shock, dieron su bendición, con la condición de que Laura terminara sus estudios.
Se casaron en una ceremonia íntima, lloraron en su primer baile y, años más tarde, cuando Laura lo abrazó en el hospital con su hijo en brazos, Vicente supo que el amor no entiende de edades ni de lógicas, solo de entrega y paciencia, y que a veces la vida te sorprende con segundas oportunidades donde menos las esperas.