Amor entre el odio

Amor a través del odio

Marina Fernández estaba junto a la ventana, observando cómo su vecina Valentina tendía la ropa en el patio. Cada movimiento de la mujer le parecía exageradamente lento, como si Valentina lo hiciera a propósito para lucirse frente a las ventanas ajenas.

—Ahí va otra vez esa presumida —murmuró Marina, apretando el borde de la cortina—. Seguro que piensa que todo el mundo la mira.

Mientras tanto, Valentina García colgaba las sábanas recién lavadas, tarareando una canción. Era tres años más joven que Marina, pero a sus cincuenta y ocho, conservaba mejor aspecto. Siempre con el pelo bien peinado, los vestidos planchados y los zapatos relucientes. Y esa manera de llevarse, con la espalda recta y la barbilla alta, sacaba de quicio a Marina.

Llevaban más de veinte años viviendo en pisos contiguos, y durante todo ese tiempo, entre ellas había habido una rivalidad tácita. Todo empezó por una tontería: un día, Valentina le comentó a Marina que no estaba plantando bien las petunias en el jardín. Le dio un consejo. Marina lo interpretó como una intromisión insolente.

—¡Yo sé cómo plantar mis flores! —replicó con brusquedad—. No me dé lecciones.

—Solo quería ayudar —respondió Valentina, desconcertada—. A mí me salían preciosas en mi casa de campo.

—No necesito su ayuda —cortó Marina, volviéndose con desdén.

Desde entonces, se saludaban de mala gana o, más a menudo, fingían no verse. Marina encontraba en cada gesto de Valentina una intención oculta de humillarla. Si la vecina compraba un bolso nuevo, era para presumir. Si cocinaba pasteles cuyo aroma inundaba el portal, era para fardar de buena anfitriona.

—Mamá, ¿por qué le buscas las cosquillas? —le decía su hija Lucía cuando la visitaba—. Es una mujer normal, ¿qué tiene de malo?

—Tú no la conoces —refunfuñaba Marina—. Parece educada, pero en el fondo… ¿Recuerdas cuando le robó el gato a los Martínez?

—¡Mamá, el gato se fue solo! Los Martínez lo dejaban en la calle, y ella lo recogió y lo cuidó. Eso no es robar.

—¡Claro, claro! ¡Todo lo hace ella bien, una santa! —Marina cerró de un portazo la nevera.

Valentina, por su parte, tampoco entendía qué había hecho para merecer ese rechazo. Intentó varias veces acercarse: le llevó empanadas, le ofreció ayuda con las bolsas pesadas. Pero Marina siempre la rechazaba.

—Gracias, no hace falta —respondía fría—. Yo sola me apaño.

Ni siquiera aceptaba los pasteles, excusándose con que estaba a dieta. Aunque Valentina la veía comprando dulces en la tienda.

—No la entiendo —suspiraba Valentina hablando por teléfono con su hermana—. Nunca le hice nada, pero me odia. ¿Será que dije algo malo sin querer?

—Déjala estar —le contestaba su hermana—. La gente es rara. No se puede caer bien a todos.

Pero a Valentina le pesaba esa distancia. Era sociable, le gustaba charlar con los vecinos. Y tener a alguien tan cerca que la mirara como a una enemiga la entristecía.

Una tarde de invierno, Valentina volvía del supermercado. Las bolsas pesaban, y el camino estaba resbaladizo. Tropezó, cayó, y los alimentos se esparcieron por la nieve. Se había hecho daño en la rodilla y no podía levantarse.

—¡Ay, qué dolor! —gimió, intentando recoger las naranjas rodadas.

En ese momento, Marina salió del portal. Vio la escena y se detuvo. Por un segundo, pensó: «Bien hecho, que se quede ahí». Pero enseguida se avergonzó. La mujer estaba en el suelo, con frío y dolor.

—Levántese —le tendió la mano—. Despacio, no se apure.

Valentina agarró su mano con agradecimiento y se incorporó con dificultad.

—Gracias —susurró—. Creo que me he hecho mucho daño en la rodilla.

—Recojamos lo suyo primero, y luego vemos —Marina empezó a recoger los productos—. ¿Tiene yodo en casa?

—Creo que sí.

—Póngaselo bien, si se ha hecho herida. Y frío, para que no se le hinche mucho.

Juntas recogieron todo, y Marina la acompañó hasta el ascensor.

—Gracias otra vez —repitió Valentina al pulsar el botón—. No sé qué habría hecho sin usted.

Marina asintió en silencio y apartó la mirada. Pero esa noche no dejó de darle vueltas al asunto. La expresión de Valentina, agradecida y sorprendida, como si no esperara ayuda, le daba vueltas en la cabeza.

—¿Qué esperaba? —pensó Marina mientras hacía té—. ¿Que la ignorara? ¿Qué clase de persona cree que soy?

A la mañana siguiente, oyó a Valentina bajar las escaleras con dificultad. El ascensor estaba estropeado otra vez, y ella necesitaba ir al supermercado. Marina asomó la cabeza.

—¿Qué tal la pierna?

—Duele, pero aguanto. Gracias por ayer.

—Bah, no fue nada —Marina hizo una pausa—. Oiga, ¿adónde va? Si es al supermercado, yo iba a ir también.

Valentina la miró confundida.

—¿De verdad no le importa? Se lo agradecería mucho. Tengo aquí la lista —le pasó un papel—. Y el dinero.

—¿Qué dinero? No hace falta —Marina cogió la lista—. Leche, pan, nata. Entendido. ¿Algo más?

—No, gracias. Con eso basta.

Cuando Marina regresó con la compra, Valentina la recibió con una tarta.

—Es para usted. La hice ayer, acaba de enfriarse. De repollo.

—No hace falta —empezó a decir Marina, pero se corrigió—. Bueno… gracias. Me gusta la de repollo.

Se quedaron en el rellano, ambas incómodas. Tantos años de tirantez, y ahora, de repente, compartiendo una tarta.

—Pase, tomaremos un té —propuso Valentina, sorprendiéndose a sí misma—. Ya que le he dado la tarta.

Marina iba a rechazarlo, pero algo la hizo asentir.

El piso de Valentina tenía la misma distribución, pero el ambiente era distinto. Todo ordenado, con gusto. Macetas en las ventanas, fotos en las paredes.

—Qué bonito tiene usted —reconoció Marina.

—Bah, lo normal. Siéntese, voy a poner la tetera.

Bebieron té en silencio, hablando solo de trivialidades: el tiempo, los precios. Pero la tensión se fue disipando.

—¿Quién es? —preguntó Marina señalando una foto de un hombre con uniforme militar.

—Mi marido. Murió hace ocho años.

—Lo siento, no lo sabía.

—No pasa nada. Fue cáncer. Todo muy rápido, en seis meses. —Valentina hizo una pausa—. ¿Y usted?

—Divorciada hace años. Tengo una hija, pero vive en otra ciudad, no viene mucho.

—Ya veo.

Terminaron el té, y Marina se levantó.

—Gracias por la merienda. Y por la tarta.

—No fue nada. Gracias a usted por la compra.

Desde entonces, su relación cambió. No se hicieron amigas —demasiados años de distancia—, pero la hostilidad desapareció. Se saludaban, a veces intercambiaban unas palabras en la tienda.

Marina empezó a notar que Valentina no era tan altanera como creía. Se mantenía erguida porque le dolía la espalda —años trabajando como dependienta—. Y se arreglabaY así, entre pequeñas ayudas y conversaciones en el banco del jardín, descubrieron que el amor más duradero a veces nace de los malentendidos superados.

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