El vecino de abajo — el amor desde arriba
Víctor alzó los ojos con fastidio hacia el reloj. La mañana apenas comenzaba, pero el día ya estaba arruinado. En lugar de maletas, billetes y el esperado vuelo con Lisa hacia el mar, se encontraba en el mohoso portal de su viejo edificio de cinco plantas. Todo como siempre. Su hermana Valeria, lágrimas, termómetro y la misma súplica: “Quédate con los niños, no tengo a nadie más…”.
Él no quería. De verdad. Quería ser un hombre de vacaciones, con una mujer, con un cóctel en la mano. Pero en su lugar, dos sobrinos gritones, una mochila de juguetes y el aliento a alcohol de la vecina que abrió la puerta y exclamó:
—¡Víctor, ¿qué haces con estos críos? ¿Te has casado o qué?
Catalina, la vecina de abajo. Pelirroja, vivaracha, con ojos de zorra. Él le había inundado el piso dos veces hasta que los dueños cambiaron el grifo. Su madre, mujer buena, no le reclamó ni un céntimo, y desde entonces, Catalina no dejaba de guiñarle el ojo. Aunque a Víctor le parecía que aún iba al instituto.
—¿No deberías estar en clase? ¡Se lo diré a tu madre! —gruñó, mientras la veía sonrojarse.
—¡Ya terminé el módulo! Estoy buscando trabajo —replicó ella, echándose la mochila al hombro.
—Claro, con esa pinta de gamberra. ¡Mírate al espejo!
Se rieron, Catalina se escabulló dentro, y Víctor salió hacia su coche —viejo, pero suyo, comprado a plazos. Lisa, por supuesto, había puesto el grito en el cielo: «Podrías haberte comprado algo mejor». Pero él estaba orgulloso incluso de aquel chatarra. Era testarudo. Lo tendría todo —el piso, el coche, el estatus, y a Lisa.
Pero no hoy.
Hoy eran atascos, asientos sudorosos, niños chillando en los asientos traseros y su hermana entre lágrimas:
—Perdona, Víctor, de verdad, no tengo a quien más recurrir…
Valeria estaba en el hospital, su madre también enferma de los nervios. Y su padre… Bueno, Óscar solo era su padre en el DNI. Beber, marcharse y desaparecer —eso era todo lo que sabía hacer.
Los niños se colgaron de su cuello: «¡Tío Víctor!». Los abrazó, prometió helados y los llevó a su diminuto piso de alquiler.
Catalina se cruzó con ellos otra vez en el portal.
—¿Todo esto es tuyo? —preguntó con los ojos como platos.
—Sí, los recogí en la parada —respondió él con media sonrisa—. Me descuidé un segundo y ya se me pegaron.
Los niños se rieron, mientras Catalina lo miró, incómoda. Él se corrigió:
—Es broma. Son mis sobrinos. Mi hermana está en el hospital y yo los cuido.
En el piso, los niños armaron un caos al instante. Víctor les preparó tortilla, los llevó al parque, les compró comida rápida y globos. Estaban encantados. Pero al tercer día empezaron los caprichos: María se quejó de la garganta, Nicolás del estómago. Llantos, lágrimas, «queremos a mamá»…
Llamaron a la puerta. Víctor abrió y allí estaba Catalina.
—Los oí llorar… ¿Necesitas ayuda? Terminé el módulo de enfermería.
Entró, trajo juguetes viejos, calmó a los niños, le puso un pañuelo a María en el cuello y le hizo masajes a Nicolás en la barriga. Y él, antes de decir «gracias», se durmió en sus brazos.
—Vamos a la cocina, al menos te haré unos bocadillos —murmuró Víctor, cerrando la puerta de la habitación.
Se sentaron en la cocina. Catalina, mientras tomaba té, preguntó:
—Y tu… ¿cuándo vendrá por ellos?
—¿Mi qué? ¡No es mi pareja! Es mi hermana. Yo no tengo hijos. Y por ahora no los tendré.
Catalina sonrió, y él lo entendió. Era auténtica. Acogedora. Cálida. No como Lisa, no como ninguna antes que ella.
Catalina se quedó un día más. Luego dos. Después, para siempre. Juntos paseaban con los niños, cocinaban, reían. Y en el parque, cuando la vendedora de globos dijo: «¡Qué familia tan bonita tienen!», a Víctor le dio un vuelco el corazón. Miró a Catalina, a los niños, y no quiso que aquello terminara nunca.
Lisa llamó una semana después. Su voz era fría:
—¿Dónde estás? Ni una llamada. Todo es igual contigo.
Y lo único que sintió fue… nada.
Cuando dieron de alta a Valeria, los sobrinos suplicaron:
—Tío Víctor, ¿puede venir Catalina con nosotros? ¿La quieres?
María, sin esperar respuesta, declaró:
—Yo sé que la quieres. Y ella a ti. Llevaremos el velo en vuestra boda.
Catalina se sonrojó, acariciando tímidamente las cabezas de los niños, mientras Víctor miraba al espejo y pensaba: «Dios mío, gracias por esta pelirroja del piso de abajo».
Y cuando llegaron a casa, Valeria salió con su madre, vio a Catalina y exclamó:
—¡Por fin has encontrado a alguien! ¡Qué chica tan encantadora! ¿Catalina? ¡Bienvenida a la familia!
Víctor solo sonrió.
El viaje de vuelta fue en silencio. Hasta que Catalina, de pronto, dijo:
—Tu coche es muy acogedor. Y contigo… me siento segura.
Él simplemente preguntó:
—¿Vamos mañana al parque? Y comerás en mi casa, tu sopa… sin ti hasta la comida sabe mal.
Tres meses después se casaron.
A veces la felicidad no está donde la buscas. A veces vive un piso más abajo. Pelirroja, con mochila, con manos que calman hasta el llanto de los niños.
Y Víctor supo: aquella era su familia. Para siempre.