**Amor de infancia**
Mamá, ¿me pones la camisa azul mañana para el cole?
¿La azul? ¿Por qué esa?
Porque Catalina Martínez dijo que me queda muy bien, que combina con mis ojos.
Bueno, si Catalina lo dice, entonces mañana te pondrás la azul.
Alejandro, contento, se fue a jugar con su hermano mayor, Adrián, que ya iba al instituto. Por la noche, su madre le contó al padre lo de la camisa azul y lo bien que le quedaba a su pequeño. El padre se rio y le revolvió el pelo.
¿Qué pasa, hijo? ¿Te gusta Catalina?
Sí, me voy a casar con ella.
Vaya, vaya. Primero tienes que estudiar, formarte, y luego ya pensarás en casarte.
Uf, qué largo
Alejandro se quedó pensativo.
Papá, ¿puedo casarme con Catalina mañana?
¿Mañana? ¿Y dónde vais a vivir, hijo?
Pues en casa respondió el niño, sorprendido.
¿En qué casa? insistió el padre. ¿En la de Catalina?
¡No, papá! Alejandro abrió los ojos como platos. Catalina en su casa y yo en la mía.
No, hijo, así no se hacen las cosas. Si te casas, tienes que llevarte a Catalina contigo, vivir juntos, trabajar para mantenerla mientras ella va al cole, al instituto, a la universidad
¿Y yo? preguntó Alejandro con los ojos llenos de lágrimas.
Tú tendrás que trabajar, hijo, para mantener a tu familia.
¿Qué pasa? ¿Por qué lloras? su madre se agachó frente a él.
Mamá, quiero casarme con Catalina, pero no quiero trabajar ahora. Quiero ir al cole, estudiar ¡Y papá dice que uuuuh!
No llores, cuando seas mayor te casarás con ella.
Sí, pero para entonces, otro se la habrá llevado.
¿Quién?
No lo sé igual Javier o Víctor.
Pues si puede llevársela otro, entonces no es la indicada.
A la mañana siguiente, Alejandro se acercó con determinación a la niña del vestido rojo de terciopelo, con un gran lazo en su larga melena rubia. Le cogió la mano y dijo con solemnidad:
Me voy a casar contigo, Martínez.
Catalina lo miró un momento, luego apartó la vista y respondió:
¡No!
Alejandro se plantó frente a ella, pisó fuerte y repitió:
¡He dicho que me caso contigo! Bueno, no ahora, ¿vale, Catalina? la tomó de la mano y la miró fijamente. Pero más adelante, ¿sí?
¿Por qué no ahora? preguntó ella, intrigada. Javier y Lucía ya se han casado.
Eso es de mentira, de juegos. Nosotros nos casaremos de verdad.
¡Vale! asintió Catalina, y, cogidos de la mano, se fueron a jugar.
En el instituto, Alejandro le pidió a la profesora que lo sentara al lado de Catalina. Ella se negó y colocó a la niña con otro alumno. Alejandro, obstinado, se sentó igualmente a su lado.
Me casaré con Martínez cuando sea mayor.
Los compañeros se rieron.
¡Mira, mira, novios!
¡Silencio! dijo la profesora con firmeza. ¿Cómo te llamas?
Alejandro.
Alejandro, eres muy pequeño para pensar en esas cosas. Vuelve a tu sitio, ¿de acuerdo?
¡No! Catalina, dile que me voy a casar contigo.
Ella sonrió tímidamente.
Bueno, señorita, ¿qué respondes? preguntó la profesora.
Nos casaremos de verdad cuando seamos mayores, no como Javier y Lucía, que es de mentira.
Vaya la profesora los miró pensativa. Bueno, quedaos juntos.
Catalina era la reina de su corazón. Le llevaba la mochila, la defendía de los perros, de los matones, hasta de los profesores. Una vez, ella se cayó y se raspó la rodilla; él la cargó hasta la enfermería.
En bachillerato, le confesó su amor, de verdad. ¿Y Catalina?
Catalina sonrió con su sonrisa única y se alejó, con la cabeza alta.
¡Me casaré contigo igual, Martínez! le gritó. ¿Me oyes?
Pero entonces apareció Iván, un boxeador que estudiaba mecánica y tenía un Seat Ibiza. Alejandro soportó más de un golpe, pero no se rindió.
Un día, vio a tres chicos esperándolo.
Eh, chaval uno de ellos se separó perezosamente de la pared, ven aquí.
Si quieres algo, ven tú.
No me faltes, chaval.
No me llames chaval, tengo nombre.
Escucha, chico dijo otro, deja en paz a la chica, ¿entiendes? Es novia de nuestro colega.
Pues dile a tu colega que si no se aleja de mi chica Alejandro enfatizó la palabra, se va a enterar.
Dio media vuelta y caminó hacia el portal, sintiendo la ira detrás de él. Sabía que podían atacarle en cualquier momento.
Y lo hicieron. Una emboscada cobarde, de espaldas. Las fuerzas eran desiguales, hasta que escuchó un grito.
Era Catalina, corriendo con un listón de madera con clavos. Gritando como una fiera, se lanzó contra los chicos que golpeaban a Alejandro. Repartió golpes a diestro y siniestro. Adrián y un amigo llegaron corriendo, avisados por Lucía, la amiga de Catalina.
Esa noche, ella lo besó por primera vez.
Más tarde, ya lavados bajo la fuente del barrio, Lucía trajo mercromina y embadurnaron a los chicos. Todos rieron, aunque a Alejandro le dolía.
Al acompañar a Catalina a casa, ella se detuvo frente a su portal.
¿Te duele, Ale?
No negó con la cabeza, estoy bien.
Ella se levantó de puntillas y lo besó. Los amigos miraron para otro lado.
Perdóname, Ale
¿A ti? Eres mi salvadora. Menudo miedo me das, Martínez, vas a ser mi mujer y pegas como Bruce Lee.
Anda ya se rio Catalina.
Luego llegó la mili.
Catalina no lloró exageradamente ni se colgó de su hombro. Simplemente, estuvieron juntos hasta el último momento.
Recuerda, cuando vuelva, me casaré contigo, ¿entendido?
Sí por primera vez desde el parvulario, Catalina dijo que sí. Ale se ruborizó, tengo una pregunta.
Dime.
¿Me quieres? susurró, escondiendo el rostro en las manos.
Catalina, ¿estás tonta? ¿Todavía no lo entiendes? Llevo toda la vida diciendo que me casaré contigo, ¿y me preguntas si te quiero? Claro que sí, tonta.
Las cartas fluyeron, ida y vuelta. En cada una, una palabra: *te quiero*.
Hasta que dejaron de llegar.
Sus padres y Catalina esperaban en vano. En la tele salían chicos sucios, harapientos, pero vivos. Luchaban contra el mal.
Finalmente, llegaron tres cartas: para los padres, para Catalina y para Adrián.
A los padres y a Catalina les escribió historias divertidas, de su misión en el norte, donde había visto pingüinos. Todos rieron y lloraron.
Por la noche, Catalina leyó la carta en voz alta.
Catalina preguntó su hermano pequeño, ¿Ale está en América?
¿América? ¿De dónde sacas eso? riñó su madre. Ale está en la mili
Más tarde, Adrián se acercó a





