Amor a través del odio

**Amor a través del odio**

Isabel Martín se asomó por la ventana y observó cómo su vecina, Dolores Gómez, colgaba la ropa recién lavada en el patio. Cada movimiento le parecía calculado, como si Lola se demorara adrede para lucirse frente a las demás ventanas.

—Ahí va otra vez la presumida —murmuró Isabel, apretando la cortina entre sus dedos—. Como si alguien la mirara.

Mientras tanto, Dolores, con las sábanas aún húmedas, tarareaba una canción entre dientes. Aunque solo tenía tres años menos que Isabel, sus cincuenta y ocho parecían cuarenta. Siempre impecable: el pelo recogido, los vestidos planchados, los zapatos relucientes. Y aquella manera de llevar la cabeza alta, la espalda recta, hacía que a Isabel le chirriaran los dientes.

Llevaban más de veinte años viviendo una al lado de la otra, y todo ese tiempo había existido entre ellas una hostilidad silenciosa. Todo comenzó por una tontería: Dolores le dijo un día que las petunias del jardín no se plantaban así, que debía hacerlo de otra manera. Isabel lo tomó como una intromisión.

—¡Ya sé cómo cuidar mis flores! —respondió con aspereza—. No me dé lecciones.

—Solo quería ayudar —se disculpó Dolores, confundida—. En mi huerto siempre salían muy bonitas.

—No necesito su ayuda —replicó Isabel, volviéndole la espalda.

A partir de entonces, los saludos eran fríos o inexistentes. Isabel veía malicia en cada gesto de Dolores: si compraba un bolso nuevo, era para presumir; si cocinaba y el aroma llenaba el portal, era para humillarla.

—Mamá, ¿por qué le guardas tanto rencor? —decía Lucía, su hija, cuando la visitaba—. Es una mujer normal, ¿qué te ha hecho?

—Tú no la conoces —contestaba Isabel, oscura—. Parece educada, pero… ¿recuerdas lo del gato de los Martínez?

—¡El gato se fue solo! Lo tenían abandonado en la calle y ella lo adoptó. Eso no es robar.

—Claro, ¡ella siempre hace lo correcto! ¡Una santa! —Isabel cerró el frigorífico con un portazo.

Dolores, por su parte, sufría igual. No entendía la animadversión de su vecina. Había intentado reconciliarse llevándole empanadas o ayudándola con las bolsas, pero Isabel siempre la rechazaba.

—No hace falta —decía fría—. Yo me basto.

Ni siquiera aceptaba los pasteles, alegando que estaba a dieta, aunque Dolores la veía comprar dulces en la panadería.

—No la entiendo —confesaba a su hermana por teléfono—. Nunca le hice nada, pero me odia. ¿Habré dicho algo sin querer?

—No le des importancia —respondía su hermana—. Hay gente así.

Pero a Dolores le dolía. Era sociable, le gustaba charlar, compartir historias, y tener a alguien tan cerca que la miraba como a una enemiga le pesaba.

Una tarde de invierno, Dolores volvía del mercado cuando resbaló en el hielo. Las bolsas se abrieron, las naranjas rodaron por el suelo y el dolor en la rodilla la dejó inmóvil.

—¡Ay, qué dolor! —gimió, intentando recoger la compra.

En ese momento, Isabel salió del portal. La vio allí, en el suelo, y por un instante pensó: «Bien hecho». Pero enseguida se avergonzó. La mujer estaba herida, tiritando.

—Levántese —dijo, tendiéndole una mano—. Despacio, no se apure.

Dolores agarró su mano con gratitud y, con esfuerzo, se puso en pie.

—Gracias —susurró—. Creo que me hice daño.

—Recojamos esto primero —contestó Isabel, recogiendo los alimentos—. ¿Tiene yodo en casa?

—Creo que sí.

—Desinféctelo bien y póngase hielo, para evitar que se hinche.

Juntas recogieron todo y llegaron al ascensor.

—Gracias otra vez —repitió Dolores—. No sé qué habría hecho sin usted.

Isabel asintió sin mirarla, pero esa noche no pudo olvidar la expresión de Dolores: agradecida, sí, pero también sorprendida. Como si no creyera que ella ayudaría.

—¿Qué pensaba de mí? —se preguntó, preparando su té—. ¿Que la dejaría tirada? ¿Qué clase de monstruo cree que soy?

Al día siguiente, oyó a Dolores bajando las escaleras con dificultad. El ascensor estaba estropeado otra vez, y ella necesitaba ir a la tienda. Isabel asomó la cabeza.

—¿Cómo está la rodilla?

—Duele, pero pasa. Gracias por ayer.

—No fue nada —hizo una pausa—. Oiga, ¿va al mercado? Yo iba a ir, puedo traerle algo.

Dolores la miró, desconcertada.

—¿En serio? Le agradecería mucho. Aquí tengo la lista —le pasó un papel—. Y el dinero.

—¿Qué dinero? No hace falta —Isabel tomó la lista—. Leche, pan, nata… Entendido. ¿Necesita algo más?

—No, gracias. Con eso basta.

Cuando regresó, Dolores la esperaba con una tarta.

—Es para usted. La hice ayer. De manzana.

—No hace falta —empezó a decir Isabel, pero se detuvo—. Bueno… Gracias. Me encanta la de manzana.

Quedaron en el rellano, incómodas. Tantos años de rencor y ahora compartiendo postres.

—Pase, tomamos un café —propuso Dolores—. Ya que tiene la tarta.

Isabel iba a negarse, pero algo la hizo asentir.

El piso de Dolores era igual al suyo en distribución, pero más acogedor. Plantas en las ventanas, fotos en las paredes.

—Qué bonito lo tiene —admitió Isabel.

—Oh, es normal. Siéntese, pongo la cafetera.

Bebieron en silencio, hablando solo del tiempo o de los precios. Poco a poco, el aire se hizo más ligero.

—¿Quién es? —preguntó Isabel, señalando una foto de un hombre uniformado.

—Mi marido. Murió hace ocho años.

—Lo siento, no lo sabía.

—No importa. Fue un cáncer. Todo muy rápido —Dolores guardó silencio—. ¿Y usted?

—Divorciada. Mi hija vive en Valencia, viene poco.

Asintieron, comprendiéndose en el dolor.

Al terminar, Isabel se levantó.

—Gracias por el café. Y por la tarta.

—No hay de qué. Gracias a usted por la compra.

Desde entonces, algo cambió. No se hicieron amigas —demasiados años de distancia—, pero la enemistad se desvaneció. Se saludaban, a veces hablaban en el mercado.

Isabel empezó a notar que Dolores no era altanera, solo reservada. Que su elegancia no era vanidad, sino costumbre. Que cocinaba no por molestar, sino por gusto.

—¿De verdad me enfadé tanto tiempo por nada? —pensó Isabel una tarde, mirando por la ventana.

Dolores también comprendió que Isabel no era malvada, sino solitaria. Que su hosquedad nacía del cansancio, no del rencor.

Poco a poco, se convirtieron en compañeras. Isabel le llevaba medicinas cuando Dolores enfermaba; Dolores compartía las verduras de su huerto. Hablaban de libros, de la vida.

Una primavera, Isabel inspeccionaba su jardín. Las petunias, plantadas años atrás, estaban mustias.

—¿Por qué no prueba con otras flores? —sonó la voz de Dolores a su espalda.

Isabel se volvió. Dolores sostenía unDolores le tendió un puñado de semillas de girasoles, sonriendo con complicidad, y juntas, bajo el sol de la tarde, sembraron algo más que flores.

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