Amó, pero no a mí

Él amaba, pero no a mí

Lorena estaba junto a la ventana, observando el patio donde su marido, Javier, hablaba con su vecina, Lucía. Otra vez. Llevaban días seguidos así. Se apoyaban junto al coche de ella, y Lucía gesticulaba mientras contaba algo animadamente. Javier escuchaba con atención, asentía y a veces se reía.

Lorena se apartó para que no la vieran. En su pecho anidaba una sensación conocida: no era celos, no. Era algo distinto, más pesado. La comprensión.

“Mamá, ¿dónde está papá?”, preguntó su hija, Martina, asomándose a la cocina. “Había prometido ayudarme con mates”.

“En el patio”, respondió Lorena, forzando que su voz sonara normal. “Pronto vendrá”.

Martina asintió y volvió a su habitación. Lorena encendió el hervidor y sacó una lata de galletas. Sus manos actuaban por inercia; sus pensamientos estaban en otra parte.

Cuando Javier entró en el piso, traía esa sonrisa especial: satisfecha, un poco ausente. Solo le salía después de hablar con Lucía.

“Hola”, dijo, pasando a la cocina. “¿Hay café?”

“Acabo de hacerlo”, Lorena puso una taza frente a él. “¿Habéis hablado mucho con Lucía?”

“No tanto. Me contaba sobre su nuevo trabajo. Imagínate, la han contratado en una agencia de publicidad. ¡A su edad conseguir algo así!”

Había admiración en su voz, como si se tratara de un logro propio. Lorena removió el azúcar en silencio.

“¿Y qué hará allí?”, preguntó.

“Gerente de cuentas. Tiene formación, experiencia… Lucía es increíble, tras el divorcio se repuso rápido”.

Lucía. Siempre Lucía. La vecina que se mudó al edificio de enfrente hacía seis meses. Una mujer guapa de cuarenta y dos años, recién divorciada, sin hijos. Exitosa, independiente, interesante.

Todo lo que Lorena había sido una vez, antes de ser esposa y madre. No es que se arrepintiera, pero a veces…

“Martina te espera con las mates”, recordó.

“Ah, sí, lo había olvidado. Ahora voy”.

Javier terminó el café y fue con su hija. Lorena se quedó sola en la cocina. Tomó su taza y vio los posos en el fondo. Su abuela le había enseñado a leerlos, pero hoy no quería adivinar el futuro. El presente era bastante claro.

Javier se había enamorado. No de ella, su esposa de diecisiete años, sino de Lucía. Quizás él mismo no lo sabía aún o no quería admitirlo, pero Lorena veía todas las señales: cómo se arreglaba más, compraba camisas nuevas, se afeitaba con frecuencia. Cómo buscaba excusas para bajar al patio cuando Lucía volvía del trabajo. Cómo brillaban sus ojos al hablar de ella.

Antes, brillaban así cuando la miraba a ella.

“Mamá, papá dice que tú también tienes carrera universitaria”, Martina volvió con un libro en mano. “¿Por qué no trabajas?”

La pregunta la tomó por sorpresa. Su hija la miraba con la curiosidad propia de sus catorce años.

“Trabajé cuando eras pequeña”, respondió. “Luego decidí dedicarme al hogar”.

“¿No te aburres?”

¿Aburrirse? Nunca se lo había planteado. Tras nacer Martina, dejó su empleo y no volvió. Javier ganaba bien, no faltaba nada. Le parecía lo correcto: estar en casa, cuidar de ambos.

“No, no me aburre”, dijo. “Tengo muchas cosas que hacer”.

“Ah. La tía Lucía dice que una mujer debe ser independiente. Que no hay que perderse en la familia”.

Lorena se sobresaltó. ¿Cuándo había hablado Martina con Lucía de eso?

“¿Cuándo te dijo eso?”

“Ayer, en el portal. Me preguntó por los estudios y empezamos a hablar. Es muy interesante, ¿verdad? Sabe de todo, ha viajado mucho”.

“Sí”, asintió Lorena. “Muy interesante”.

Esa noche, mientras Martina hacía deberes, Lorena y Javier estaban en el salón. Él leía algo en la tablet; ella hojeaba una revista. Una idilio familiar normal, de no ser por el silencio incómodo.

“Javier”, se armó de valor. “Necesitamos hablar”.

Él alzó la vista.

“¿Sobre qué?”

“Sobre nosotros. Nuestra familia”.

“¿Pasa algo?”

Lorena dudó, buscando palabras. ¿Cómo decirle que veía cómo se enamoraba de otra? ¿Cómo explicar que se sentía invisible en su propia casa?

“Creo que nos estamos distanciando”, empezó con cuidado.

“¿Por qué dices eso?”, frunció el ceño. “Todo va bien. No hay problemas”.

“¿Cuándo fue la última vez que hablamos de verdad? No de facturas o tareas, sino de nosotros”.

“No sé. ¿Es importante?”

La indiferencia en su voz le confirmó que la conversación no prosperaría. Javier no veía el problema porque no quería verlo.

“Supongo que no”, respondió, y volvió a la revista.

Al día siguiente, Lorena fue al gimnasio. Hacía tiempo que lo posponía. Ahora tenía tiempo: Martina era más independiente y las tareas menguaban.

En el vestuario se topó con Lucía.

“¡Lorena!”, la vecina sonrió. “¡Qué casualidad! ¿También te animaste?”

“Sí, pensé que era hora”, respondió, forzando una sonrisa.

Lucía lucía espléndida con su ropa deportiva. Figura esbelta, sin rastro de edad. Lorena se comparó sin querer y se entristeció.

“Oye, ¿por qué no entrenamos juntas?”, propuso Lucía. “Es más divertido en compañía”.

“Vale”, aceptó Lorena, aunque algo en ella se resistía.

Tras el entrenamiento, fueron a una cafetería cercana.

“No te imaginas lo contenta que estoy de tener amigas aquí”, dijo Lucía, removiendo su café. “Tras el divorcio me sentía muy sola”.

“¿Por qué os separasteis?”, preguntó Lorena, aunque sabía que indagaba.

“Me fue infiel”, respondió sencillo. “Ni siquiera lo ocultó bien. Creo que pensó que aguantaría por la familia”.

“Y no lo hiciste”.

“No. No hay motivo para vivir con alguien que no te respeta. Prefiero sola que en un matrimonio falso”.

Lorena reflexionó. ¿Y si Javier tampoco la respetaba? ¿Si para él solo era un mueble más, la ama de casa práctica?

“¿Y tú y Javier estáis bien?”, preguntó Lucía. “Sois una pareja sólida”.

“Sí, todo bien”, respondió, aunque las palabras se atragantaron.

“Es un hombre maravilloso”, continuó Lucía. “Inteligente, bueno, atento. Tienes suerte”.

Había algo en su tono. Calidez que iba más allá de la vecindad.

“Sí, tengo suerte”, concordó, cambiando de tema.

En casa, se miró largo rato al espejo. Cuarenta años. No vieja, pero tampoco joven. Algún kilo demás tras el embarazo. Ojos cansados, sin el brillo de antes.

En la mesita había una foto de su boda. Jóvenes, felices, enamorados. Javier la miraba como si fuera su universo.

Ahora su universo era Lucía.

“Mamá, ¿qué cenamos?”, Martina asomó a la habitación.

“Ahora preparo algo”, apartó la vista del espejo.

En la cena, Javier hablaba de su trabajo. Lorena escuchaba a medias, comía mecánicamente. De repente, él se dirigió a ella:

“¿Y tú cómo fue tu día?”

“Fui al gimnasio. Hablé más con Lucía”.

“¿En serio?”, se animó. “¿”¿Y cómo está ella?” preguntó Javier, con ese brillo familiar en los ojos, mientras Lorena comprendía finalmente que, aunque algunos amores se marchitan, otros renacen desde las cenizas, como la primavera en los campos de Castilla.

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Amó, pero no a mí