Siempre fui una persona reservada, prefiriendo la soledad al bullicio de la multitud. Al casarme, sentí que en mi marido había encontrado todo el calor, la comprensión y el apoyo que quizás me habían faltado antes. Me sentía bien en ese cómodo refugio de dos. Mis amistades eran escasas pero sólidas: con dos amigas, que vivían en ciudades distintas, manteníamos contacto ocasional, sincero y suficiente para mí.
Pero había una más. Luisa.
No sé explicar cómo entró en mi vida. Nos conocimos por casualidad, charlamos y cambiamos números. Al principio, todo fue inofensivo: felicitaciones en fechas señaladas, pequeños favores, gestos de cariño. Luisa se entrelazó en mi existencia sin que pudiera deshacer ese nudo, porque todo parecía tan dulce. Hasta que entendí: no éramos compatibles. Ella pertenecía a otro mundo, y su familiaridad excesiva en presencia de mis amigos y colegas me hacía ruborizar. Sus “chistes” dejaban un silencio incómodo que yo intentaba llenar con risas forzadas. Siempre me excusaba con la misma frase: “Luisa tiene buen corazón. No juzguéis a las personas por su comportamiento”.
Ella parecía adivinar cuándo tenía visita y aparecía justo en ese momento, sin invitación, con una botella de cava. Aunque hubiera personas a las que aquello les pareciera inapropiado. Y siempre, sin falta, un brindis largo y grandilocuente donde me elevaba casi a la categoría de diosa: “Carmen y yo, aunque no nacimos de la misma madre, somos como dos gotas de agua…”. Vergüenza, incomodidad, malestar.
Mi marido no la soportaba. Creía que permitía que me manipulara por debilidad. Respondía a sus monólogos con halagos exagerados y luego se retiraba, dejándome sola en ese “teatro del absurdo”. Discutíamos a menudo por ella. Yo le acusaba de esnob; él, a mí, de ciega.
Doce años. Doce años Luisa estuvo presente, y durante ese tiempo, nada parecía grave. Hasta que comenzó lo inexplicable.
En uno de mis cumpleaños, me regaló lencería de nailon. Tras usarla, me cubrí de erupciones. Alergia a la sintética. Desde entonces, solo algodón. En ese momento, ni se me ocurrió relacionarlo con ella.
Poco después, mi pelo ligeramente ondulado se volvió rizado como el de una mulata, se enredaba y se caía a mechones. Sufrí hasta que tiré el peine que ella me había regalado. Entonces, recuperé mi melena.
Luego, desapareció una suma importante de mi monedero, ese mismo que Luisa me obsequió por el Día de la Mujer. Mi marido dijo por primera vez: “¿Quién más elegiría un monedero tan hortera?”.
Mi hija Sofía se sentía mal tras cada visita de Luisa: náuseas, fiebre, vómitos. Mi esposo bromeaba: “A Sofía le da asco Luisa”. Yo me reía. Error.
Nuestro gato, Micho, tranquilo y apacible, vivió con nosotros siete años. Una vez, al ausentarnos dos días, Luisa se ofreció a cuidarlo. Al volver, el gato me atacó, arañándome el hombro hasta sangrar. Desde entonces, se volvió agresivo. Y cada vez que actuaba raro, alguien murmuraba: “…desde que estuvo con Luisa…”.
Aún no entendía nada. Hasta que sucedió lo definitivo.
Al despedirla, tomé el mando y pulsé el botón que activaba la cámara oculta del portal. Nadie, excepto la familia, sabía de su existencia.
En la pantalla vi a Luisa, agachada frente a nuestra puerta, limpiando el felpudo. Luego, sacó algo de su bolso y, subiéndose de puntillas, lo escondió sobre el marco. Al marcharse, pasé la mano por allí y sentí un pinchazo. Tres agujas oxidadas sobresalían. Bajo el felpudo, granos dispuestos en un patrón extraño. Nunca los habría visto: la asistenta limpiaba ahí también.
Envolví las agujas y los granos en papel y esperé a mi marido.
Al escucharme, por primera vez en quince años de matrimonio, me llamó tonta. No me ofendió; era cierto. Recogió todos los regalos de Luisa, desde postales hasta broches, y los arrojó a un pantano lejano. “Para que nadie los encuentre”.
Llamé a Luisa y solo le dije:
—Sabes lo que has hecho. Asegúrate de que no nos volvamos a ver. Por tu bien.
Después, la iglesia. Bendije la casa. Y se acabó. Desapareció.
Con su ausencia, cesaron las rarezas: Sofía dejó de enfermar, Micho recuperó su calma. Pero sigo sin poder usar tejidos sintéticos. Como un aviso: “Guárdate de los enemigos que traen regalos”.
No creía en el mal de ojo. Ahora… ya no estoy segura.
La lección: a veces, la gentileza es solo otra forma de veneno. Hay que saber cuándo cortar.