«Amistad Eterna»

«Andrés y Sergio, amigos para siempre»

Sergio resolvía asuntos laborales con sus colegas en su despacho cuando el móvil vibró sobre la mesa. Iba a rechazar la llamada, pero reconoció el nombre de su viejo amigo del colegio.

—Perdonad un momento— dijo a sus compañeros antes de salir al pasillo.

—Dime— respondió con cautela.

Había sido amigo de Andrés en el instituto, pero hacía tantos años… Ni siquiera sabía que su número seguía guardado en el teléfono del otro.

—¿Sergio? ¿Eres tú? Soy Andrés. Creí que habrías cambiado de número, ni me esperaba que contestaras— la voz al otro lado sonaba alegre, vibrante.

—Hola, Andrés. ¿Qué tal?— aún sorprendido, Sergio habló con frialdad, como por inercia. Pero Andrés no pareció notarlo.

—¡Genial! Estoy en Madrid. Mira, sé que es horario laboral, quizá no es el mejor momento… Pero, ¿nos vemos? Tanto tiempo sin vernos. No sabemos cuándo volverá a pasar.

—Ahora mismo tengo reunión. ¿En una hora? Dime dónde. Joder, tío, qué alegría oírte— su voz se suavizó.

—Estoy en la estación de Atocha, frente a la entrada principal.

—No te muevas, ¿vale? Allí estaré— colgó y regresó a la oficina.

Participó en la discusión, pero no podía dejar de pensar en Andrés. Quince años sin verse, desde que se marchó de su pueblo para estudiar en la universidad.

Al llegar a la estación, el gentío era el de siempre. Sergio recorrió las caras con la mirada hasta que, de repente…

—¡Sergio!— Un hombre sonriente avanzó hacia él. No lo reconoció al instante. Se observaron un instante, se dieron la mano y, sin mediar palabra, se abrazaron.

—Sergio…
—Andrés…

—No puedo creerlo— Andrés lo estrechó de nuevo—. Te ves genial. Un triunfador, ¿eh? Siempre supe que llegarías lejos. Esto está muy ruidoso. ¿Tomamos algo?

—Vale— asintió Sergio—. Tengo coche. Cerca hay un sitio tranquilo. ¿Vienes por trabajo?

—Traje a mi suegra a operarse. La rodilla, ya no camina bien. La lista de espera fue eterna. ¡Jo…! ¿Este es tu coche?— Andrés miró incrédulo el todoterreno.

—Sí, súbete— sonrió Sergio, satisfecho.

Mientras Andrés comentaba cada detalle, Sergio condujo hasta una callejuela y aparcó frente a un café acogedor. A pesar de ser de día, la luz era tenue, y el ambiente, sereno.

—Aquí al menos podemos hablar. Cuéntame todo.

Pero apenas se sentaron, llegó la camarera.

—Para mí, un café solo. Y para él…— Sergio miró a Andrés.

—Lo mismo— respondió su amigo.

—Para él, un solomillo con patatas, café y un postre.

—No me mires así. Aún tienes que coger el tren. Seguro que no has desayunado.

—Cierto. Llegamos hace tres horas al hospital. Mi suegra apenas podía caminar… Pero yo pago lo mío.

Sergio no respondió.

—No creas que necesito ayuda. La operación es por la Seguridad Social. Solo… quería verte. Marqué tu número sin esperar nada, y contestaste— repitió Andrés.

—Ya. Pero dime, ¿cómo estás? ¿Casado?

—Sí. Dos hijos. El niño tiene once, y Lourdes siete, acaba primero. Mi suegro me dejó su taller de coches cuando falleció. Ahora lo llevo yo. Si le digo a Marisa que te vi, no se lo cree.

—¿Marisa?— Sergio arqueó las cejas—. ¿Te casaste con Marisa?

—¿La recuerdas? Con ella— Andrés sonrió—. En el insti iba tras de ti. Nos escapábamos de ella, ¿te acuerdas? A mí me gustaba desde entonces. ¿No lo sabías? Cuando te fuiste, ella lo pasó mal. Incluso quiso seguirte a Madrid. Su madre no la dejó. Y luego… empezamos a salir. En eso te gané. Bueno, ¿y tú? Veo que casado— señaló su anillo.

—Sí— confirmó Sergio—. Pero sin hijos aún.

—Ya. ¿Y trabajas en…?

—En una empresa. Dirijo ventas.

—No me jodas. Vives en Madrid, coche de lujo… Eres el que mejor lo ha hecho de todos— dijo Andrés, orgulloso.

Sergio sonrió modestamente.

—¿Te acuerdas de cuando fuimos a pescar? O de cuando nos escapamos a… ¿Cómo lo llamamos? “La gran aventura”. Los curas nos retaron bien.

—¿Y del cobertizo que casi quemamos en el pueblo?— interrumpió Sergio.

—Vaya tiempos— los ojos de Andrés se entristecieron—. Siempre supe que llegarías lejos.

—No me envidies— dijo Sergio.

—No es envidia, solo un poco. No, no me quejo. Mi suegro me dejó un Seat viejo, lo arreglé, va como un tiro. Marisa es buena madre, los niños… Daría la vida por ellos. La verdad, no puedo quejarme. ¿Y tú?

—¿Yo qué?

—Vives en Madrid, buen trabajo, coche, dinero… ¿Eres feliz?— la mirada de Andrés se tornó seria.

—No lo sé. Nunca lo pensé. ¿Adónde vas con esto?

—Venga, hombre. Lo entiendes. Somos de mundos distintos. Tú con tu traje… Ni sé de qué hablarte ya.

—Andrés, basta. Me alegro mucho de verte— sonrió Sergio.

—¿Sí? ¿Y por qué no llamaste en todos estos años? Te fuiste y te borraste— el tono de Andrés sonó herido.

—Tampoco tú llamaste— replicó Sergio. La conversación se torcía.

—Orgullosos, eso somos— Andrés habló en plural—. Bah, olvídalo. Tú has logrado lo que querías. Nadie te regaló nada.

—Cierto— asintió Sergio.

—¿Tu mujer es guapa?— preguntó Andrés, más relajado.

Sergio pensó en Elena, esbelta, impecable, siempre perfecta…

—Sí— en ese momento, llegó la comida. Andrés frotó las manos.

—Vaya hambre— y atacó el plato.

Sergio lo observó: vaqueros, chaqueta ligera, camisa desabrochada. El pelo rizado con algunas canas. De repente, se sintió incómodo con su traje y su reloj caro. Notó que Andrés lo había visto.

—Si necesitas algo, dime— soltó Sergio, dejando la taza.

—¿Quieres ofrecerme dinero?— el resentimiento asomó en su voz.

—¿Por qué no ayudar a un amigo?

Andrés dejó el tenedor, lo miró frío.

—Te has vuelto un pijo, Sergio. Perdona. Ofrecer dinero. Y yo que esperaba ver al amigo de antes. ¿No echas de menos el pueblo? Sé que llevaste a tu madre aquí. Pero… ¿volver, pasear, ver a los amigos, respirar aire limpio? Aquí solo hay humo.

Pues visítanos. En serio. Iremos a pescar, como antes. Haremos una barbacoa. Trae a tu mujer. No temas por Marisa, me quiere. Ven— su mirada volvió a ser la de antes.

—¿Sabes qué? Lo haré. Lo de mi mujer no sé, pero yo iré.

Terminaron de comer, bebieron el café. Un silencio incómodo.

—Te he quitado tiempo de trabajo, lo siento— dijo Andrés.

—No importa. Me alegro de verte. Aquí la vida va a mil.Sergio cerró los ojos, respiró hondo y, por primera vez en años, sintió que algo dentro de él empezaba a cambiar.

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