Amiga quiso dar a su hijo en adopción, pero el destino tenía otros planes.

Hace muchos años, nuestra familia por fin cumplió un sueño anhelado: nos mudamos a un amplio piso de tres habitaciones. En el de dos ya nos sentíamos apretados con nuestros dos hijos, y además, la situación económica de mi marido había mejorado. Aquel cambio no solo fue de espacio, sino el inicio de una gran amistad: en el piso de al lado vivía una pareja joven con una niña, y con el tiempo, nos hicimos tan cercanos que casi éramos como una sola familia. Celebrabamos juntos las fiestas, íbamos de excursión al campo, y los niños jugaban felices.

Todo parecía ir bien, hasta que un día recibimos una noticia terrible: nuestro vecino, Alejo, estaba gravemente enfermo. Mi marido y yo no lo podíamos creer: un hombre tan vital, tan alegre, y de repente… Elena, su mujer y mi gran amiga, comenzó a apagarse: adelgazó, se encerró en sí misma. Yo intenté apoyarla como pude, diciéndole que todo mejoraría, bromeando para arrancarle aunque fuera una sonrisa. Pero los médicos no daban esperanzas.

Durante meses, ayudamos a aquella familia con todo lo que pudimos: nos endeudamos, les llevábamos comida, llevábamos a su hija Anita a pasear. Y luego, Alejo murió. De repente, como si nos arrancaran un pedazo del corazón. Elena quedó perdida en su dolor, como una sombra de sí misma. Yo apenas me separaba de ella en aquellas primeras semanas. Pero poco a poco, se fue alejando: se encerraba, evitaba vernos, y solo la pequeña Anita venía a veces a casa para jugar, comer o descansar en silencio.

Una mañana, Anita llegó y me pidió comida en voz baja. Tenía hambre. Mientras comía, preocupada, subí a ver a Elena. El piso olía a alcohol; ella dormía en el suelo, rodeada de cosas tiradas. En la nevera no quedaba nada. Intenté hablar con ella, suplicarle, pero nada funcionaba. Se hundía cada vez más, y Anita, después del colegio, venía casi siempre a casa. Yo la acariciaba, le prometía que nadie la haría daño, y en mi corazón sentía que ya era nuestra. Mi marido y yo siempre habíamos querido una hija. Y el destino nos la trajo.

Un día, salí al balcón y escuché una discusión en la calle. Reconocí la voz de Elena.

—¡Anita, vístete, ahora mismo!

—¡No quiero! ¡Quiero ir con tía María! ¡Ella me espera! —la niña lloraba desconsolada.

Bajé corriendo. Elena, claramente ebria, tiraba del brazo de Anita.

—¡Elena, ¿qué haces?! ¡No estás en condiciones de pensar! —grité.

—¡Es mi hija y hago lo que quiero! —contestó furiosa.

De pronto, en un arrebato, soltó a Anita, la empujó hacia mí y gritó:

—¡Tómala! ¡Haz lo que quieras con ella! ¡Ya no la necesito!

Anita lloraba sin control. La abracé fuerte, susurrándole:

—Estoy aquí, mi vida, todo va a estar bien.

Desde ese día, Anita vivió con nosotros. Un tribunal le retiró la custodia a Elena. Presentamos los papeles para adoptarla y, meses después, éramos sus padres legales. Nos mudamos a otra ciudad. Mis hijos crecieron, formaron sus familias, y Anita entró en la universidad, donde conoció a su futuro marido. Seguíamos en contacto, escribiéndonos, llamándonos.

Hasta que un día, al despertar, escuché unas palabras que nunca esperé oír:

—Mamá, despierta, ¡hemos venido a verte!

Me senté en la cama sin creerlo: Anita estaba en la puerta, radiante, con su marido y las maletas.

—¿Habéis venido una semana? —pregunté con lágrimas.

—No. Para siempre. Queremos comprar una casa aquí, en mi ciudad.

—¡Podéis quedarme en casa! ¡Hay espacio! —la abracé y entonces vi que se tocaba suavemente el vientre—. ¿Estás…?

—Sí, mamá. De cuatro meses…

Las lágrimas cayeron solas. Nuestro hogar se llenó de una nueva luz, de nueva vida. Nació el bebé, y me convertí en abuela de nuevo. Mis hijos venían a visitarnos, la casa resucitó con risas de niños. Y yo, mirando a mi familia, a mi hija, a mi nieto, supe que el destino había tomado una decisión por todos nosotros. Y fue la correcta.

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MagistrUm
Amiga quiso dar a su hijo en adopción, pero el destino tenía otros planes.