Amada, única

La única

La llovizna golpeaba su rostro, entrando en sus ojos. Ana caminaba despacio, anhelando llegar a casa. Su mente estaba confusa, los pensamientos se dispersaban como una sábana vieja y gastada. Al esquivar un charco, casi resbala en el barro pegajoso del borde de la acera. «Basta de vanidades. No soy una niña. Es hora de dejar los tacones».

Por fin, el edificio. Ana abrió la puerta del portal con el código. Un calor seco y polvoriento de los radiadores, que seguían a todo gas pese a la primavera, le dio en la cara. En invierno, bienvenido fuera. El ascensor la llevó lentamente al quinto piso. «¿Me estaré enfermando? No tengo fuerzas», pensó, apoyándose en la pared.

En el recibidor, se dejó caer en el banco, apoyó la espalda contra la pared y cerró los párpados pesados. «Estoy en casa», suspiró, sumergiéndose de inmediato en una oscuridad silenciosa y sin olores.

—Mamá, ¿por qué estás a oscuras? ¿Te sientes mal?
La voz de Lucas la sobresaltó, pero no abrió los ojos.

—No, hijo. Solo estoy cansada —respondió Ana con esfuerzo.

Notó que su hijo la observaba. Ana abrió los ojos con dificultad, pero Lucas ya no estaba. En la cocina, la luz estaba encendida. Se quitó los zapatos, movió los dedos liberados y se levantó. Un mareo la hizo tambalear hacia el perchero.

—¡Mamá! —Lucas la sujetó antes de que cayera.
—Se me ha mareado la cabeza.

Lucas la ayudó a llegar al sofá del salón. Ana se recostó y estiró las piernas. «Qué bien…» Sus ojos se cerraron solos. Un instante después, se sobresaltó al salir de aquel sopor y encontró la mirada preocupada de su hijo.

—Mamá, ¿estás bien?

Ana asintió y pidió té caliente. Lucas, de mala gana, se fue a la cocina.

Ella recordó el día que despertó en el suelo de la oficina. No recordaba haberse caído. También entonces lo atribuyó al cansancio. «Me siento como una vieja, y solo tengo treinta y nueve. ¿De verdad estaré enferma? Mañana iré al médico». Suspiró y se dirigió a la cocina.

—Estás pálida. ¿Te duele la cabeza? —Lucas puso una taza humeante frente a ella.
Ana sonrió débilmente.

—Solo el cansancio, y esta lluvia… —Bebió un sorbo—. ¿Has comido?
—Sí, mamá. Tengo que terminar los deberes.
—Ve, todo está bien. —Ana terminó el té a sorbos lentos.

Se cambió a una bata vieja y se asomó a la habitación de Lucas. Él estaba inclinado sobre los libros. Una oleada de ternura le llenó el corazón. Su hijo, el más querido, su único, ya casi un hombre. Cerró la puerta con suavidad.

—Doctor, ¿qué me pasa? ¿Serán vitaminas? —A la mañana siguiente, Ana estaba en la consulta.
Había dormido, pero seguía agotada.

—Veremos. Aquí tiene los análisis y una resonancia. Venga enseguida con los resultados. Y no lo deje. ¿Hay casos de cáncer o ictus en su familia?

—Sí. Mi padre tuvo cáncer, y mi madre murió de un ictus. O sea, ¿podría ser…? Mi hijo está en el instituto. Soy todo lo que tiene. ¡No puedo morirme! —Su grito rebotó en la pared y le anudó la garganta.

—No adelantemos conclusiones. Hay predisposiciones, pero usted es joven… Le daré la baja. Descanse y hágase las pruebas.

—Mamá, ¿has ido al médico? ¿Qué te dijo? —Cuando Lucas llegó del instituto, Ana ya estaba en casa, preparando la cena.

—Nada aún, me mandó hacerme pruebas. Mañana no me despiertes.

Ana lo observó comer. «Ya es mayor. ¿Y si tengo algo grave? ¿Cáncer? Mejor no pensarlo».

—Mamá, ¿todo bien? Te has quedado en blanco.
—Es nada. Solo estaba pensando.

Esa noche no pudo dormir. Los recuerdos la asaltaron: la muerte de sus padres, sus estudios, el día que conoció a Javier. Él era de otra ciudad, vivía en la residencia universitaria. Pronto se mudaron juntos.

Cuando Ana quedó embarazada, Javier se alegró y le propuso matrimonio. Se casaron sin ceremonia. Las discusiones eran frecuentes; nadie les aconsejaba. Ana tragaba sus quejas cuando él llegaba tarde. Pero cuando Lucas tenía dos años, Javier dijo que amaba a otra, que se iba…

Ana lloró, le rogó, le agarró la camisa. Él se soltó y se marchó. Tuvo que dejar a Lucas en la guardería y volver a trabajar. Fue duro. El niño enfermaba, el dinero no alcanzaba. Solo una vez llamó a Javier, cuando Lucas necesitó medicinas caras. Le envió cien euros y le preguntó qué hacía con la pensión.

Cuando Lucas preguntó por su padre, Ana fue sincera. Años después, él confesó haberlo esperado a la salida del trabajo. Javier iba del brazo de una mujer elegante, sin verlo.

Lucas sufrió, preguntando por qué su madre no se arreglaba como aquella mujer. ¿Cómo explicarle que el dinero era para él? Temía sonar como un reproche.

La adolescencia de Lucas fue rebelde: fumaba, discutía. Ana llamó a Javier para que hablara con él. «Acabo de tener otro hijo. No tengo tiempo… ni dinero», fue su respuesta.

Pero desde hace un año, Lucas se apasionó por la música. Se calmó. Los problemas parecían acabados. Hasta estos desmayos, esta debilidad. «Dios, ¿por qué? No puedo dejarlo solo…»

En la sala de espera, Ana observó a los demás pacientes. Caras tensas, miradas perdidas. «¿Así me veré yo?»

—Señora, es su turno. ¿O ha cambiado de idea?
Entró en la consulta, aferrándose al bolso.

—No tengo buenas noticias. Tiene un tumor cerebral. Pequeño, superficial. Eso es lo único favorable.
—¿Cáncer? —preguntó.

Siempre se preguntó cómo la gente seguía viviendo al oír eso. Pero ahí estaba, hablando, sin gritar. El mundo no se acababa.

—Necesita operarse. ¿Me escucha?
—Sí. Pero no tengo dinero.
—La operación es por la Seguridad Social. Hay lista de espera. A usted le toca ya.

—No puedo. Mi hijo tiene quince años. —Hablar le costaba, como si una mano le estrangulara la garganta.
—Ya tiene quince. ¿Prefiere no llegar a verlo mayor? Vaya al hospital. Hoy mismo.

Fue. Llamó a Lucas desde el hospital, le pidió que llevara sus cosas. Él llegó corriendo. Ana intentó no pensar que quizá era la última vez que lo veía. Lucas fingió tranquilidad.

En casa, la angustia lo venció. Marcó el número de su padre, guardado desde una pelea con su madre.

—¿Sí? —contestó una voz desconocida.
—Papá, soy Lucas… Mamá está en el hospital. La operan mañana… ¿Me oyes?
—Sí. ¿Estás solo?
—Tengo quince. ¿Te refieres a un marido? Mamá no se volvió a casar. Tengo miedo.
—Te llamo luego… —colgó.

Lucas tiró el móvil. «Cobarde, traidor», masculló entre lágrimas.

Al día siguiente, Lucas no fue al instituto. Esperó en el hospital, rezando sin saber cómo. Prometió portarse bien si su madre se salvaba.

El médico salió al fin, sonriendo: “La operación fue un éxito, tu madre se recuperará”, y en ese momento Lucas supo que, pase lo que pase, el amor de una madre verdadera es el único refugio que jamás falla.

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