Amé a mi marido, pero él solo fue leal a su madre
Ana y yo éramos amigas desde la escuela, y luego estudiamos juntas en la universidad de Zaragoza. La historia que voy a contar ocurrió en su cuarto año, y aún hoy no puedo aceptar la injusticia que vivió. Todo comenzó como un sueño—una herencia inesperada, la oportunidad de cambiar su vida, mudarse a la capital. Pero terminó en traición, la más vil, la que solo puede venir de la propia familia.
Su tío Miguel, el hermano mayor de su padre, había pasado toda su vida en Madrid. Construyó su negocio desde cero, hizo fortuna, pero en el amor no tuvo suerte. No tuvo esposa ni hijos, y todo su cariño lo volcó en Ana. Ella era su luz, su alegría. La colmaba de regalos, llamaba cada semana, preguntaba por sus estudios. Y luego, él murió. En silencio, solo. Llevaba tiempo enfermo, pero no se lo dijo a nadie. Ana solo supo de su muerte después del funeral, cuando un abogado la llamó.
Resultó que su tío le había dejado en herencia un piso en pleno centro de Madrid—amplio, con techos altos, recién reformado. Su padre recibió parte del dinero, pero el piso lo heredó ella sola. Entonces parecía que todas las puertas se abrían: Madrid, una vida nueva, oportunidades. Solo un problema arruinaba sus planes: Ana tenía nacionalidad boliviana, y no podía tramitar la herencia. Tenía apenas un año para resolverlo.
Su padre le propuso una solución—registrar el piso a nombre de su prima, hija de su hermana menor, Lucía. Ella llevaba años viviendo en Madrid, casada con un español, con un hijo y ya ciudadana. Lucía aceptó de inmediato: lo haríamos, y en cuanto Ana resolviera sus papeles, lo devolveríamos. Todos confiaron.
Ana consiguió un trabajo en una universidad madrileña, se instaló en una residencia y empezó a reunir documentos. Todo marchaba bien—estudiaba, trabajaba, tramitaba su residencia. Hasta que un día Lucía apareció en su puerta y dijo que se divorciaba, que ella y su hijo necesitaban un lugar donde vivir. “Solo un tiempo”, aseguró. Ana no discutió, las dejó entrar. No sabía que estaba dejando entrar la desgracia.
Tres meses después, Ana llegó a su piso. Sus cosas estaban en bolsas, tiradas en el rellano. La puerta no se abría—habían cambiado la cerradura. Llamó, golpeó, lloró. Nadie respondió. Finalmente, llamó a la policía. Cuando llegaron, Lucía abrió la puerta, tranquila, segura. Les mostró los documentos, y ellos solo encogieron los hombros. Todo era por la ley. Hasta los vecinos juraron que allí solo vivía “Lucita” con su niño. De Ana, ni una palabra.
Ana se quedó en el descansillo con su maleta, las lágrimas cayendo sin control. Yo fui a buscarla, la subí a un taxi y me la llevé. No dijo nada—solo miró por la ventana, apretando los labios. Luego vinieron los juicios, las cartas, los abogados. Todo inútil. El piso que debía ser su futuro, le fue arrebatado. Y por su propia sangre.
Ahora Ana vive en una habitación alquilada. Trabaja en tres empleos, ahorra para un hogar. Y Lucía, según los rumores, se volvió a casar. Con el mismo agente inmobiliario que le ayudó a vender el piso de Madrid.
Así es la vida: confías, esperas, crees. Y te traicionan. No tus enemigos, sino los tuyos. La familia…