Lo amaba a mi marido, pero él solo era leal a su madre.
Ana y yo éramos amigas desde el colegio, y luego estudiamos juntas en la universidad de Zaragoza. La historia que voy a contarle le sucedió a ella en cuarto curso, y aún hoy no puedo aceptar la injusticia que cayó sobre su vida. Todo comenzó como un cuento de hadas: una herencia inesperada, la oportunidad de cambiar su destino, mudarse a Madrid. Pero terminó en traición—la más cruel que puede existir, la que viene de la propia familia.
El hermano mayor de su padre, el tío Javier, había vivido siempre en Madrid. Había levantado su negocio desde cero, hecho fortuna, pero en el amor no tuvo suerte. Nunca se casó, ni tuvo hijos, y todo su cariño lo volcó en su sobrina. Ana era la luz de su vida. La colmaba de regalos, la llamaba cada semana, se interesaba por sus estudios. Y luego, murió. En silencio, solo. Había estado enfermo mucho tiempo, pero no se lo dijo a nadie. Ana solo supo de su muerte después del funeral—cuando la llamó el abogado.
Resultó que su tío le había dejado en herencia un piso en el centro de Madrid—amplio, con techos altos, recién reformado. Su padre recibió parte del dinero, pero el piso estaba a nombre de ella. En ese momento, parecía que todas las puertas se abrían: Madrid, una vida nueva, oportunidades. Solo había un problema: Ana tenía nacionalidad colombiana, y no podía tramitar la herencia. Tenía solo un año para encontrar una solución.
Su padre propuso una salida: registrar el piso a nombre de su prima, la hija de su hermana menor, Lucía. Ella llevaba años viviendo en Madrid, casada con un español, madre de un niño y ya con la nacionalidad española. Lucía aceptó sin dudar: lo harían, y en cuanto Ana resolviera su situación, lo devolverían. Todos confiaron.
Ana se matriculó en una universidad madrileña, se instaló en una residencia y empezó a reunir documentos. Todo iba bien—estudiaba, trabajaba, solicitaba la residencia. Hasta que un día, Lucía apareció en su puerta y anunció que se divorciaba y que necesitaba un sitio donde vivir con su hijo. “Solo un tiempo”, aseguró. Ana no discutió, la dejó entrar. No sabía que estaba dejando entrar la desgracia en su vida.
Tres meses después, Ana llegó a su piso. Sus cosas estaban metidas en una bolsa en el rellano. La puerta no se abría—habían cambiado la cerradura. Llamó, golpeó, lloró. Nadie respondió. Llamó a la policía. Cuando llegaron, Lucía abrió la puerta—serena, segura de sí misma. Les mostró los documentos, y los agentes se encogieron de hombros. Todo estaba en regla. Incluso los vecinos confirmaron que allí solo vivía “Luci” con su niño. De Ana, ni una palabra.
Ana se quedó en mitad del rellano, con una maleta en la mano, las lágrimas rodando por su rostro. Yo llegué por ella, la subí a un taxi y nos fuimos. No dijo nada—solo miraba por la ventana, con los labios apretados. Después vinieron los juicios, las cartas, los abogados. Todo inútil. El piso que debía ser el comienzo de algo nuevo, había sido robado. Y robado por los suyos.
Ahora Ana vive en una habitación alquilada. Trabaja en tres empleos, ahorrando para un hogar nuevo. Y Lucía, según los últimos rumores, se volvió a casar. Con el mismo agente inmobiliario que le ayudó a vender el piso de Madrid.
Así es la vida: crees, confías, esperas. Y te traicionan. Y no son los enemigos, sino tu propia familia. La sangre que creías que nunca te fallaría.