Hoy, mientras hojeaba mi viejo cuaderno de memorias, recordé aquel día en que todo cambió. Soy enfermera, y desde 1990 trabajé en el hospital materno de Valencia. Los turnos eran agotadores, pero siempre supe por qué lo hacía: para algún día convertirme en madre y estar en ese lugar no como profesional, sino con mi propio hijo en brazos.
Mi embarazo transcurrió sin complicaciones. Todos los análisis indicaban que la niña se desarrollaba bien. Mi marido, Antonio, y yo esperábamos con ilusión a nuestra hija. Compramos la cuna, la ropita, todo para el día del alta. La familia también estaba emocionada, especialmente mi suegro, quien prometió un regalo costoso y llamaba casi a diario: *”¿Y bien? ¿Todo va bien? ¿Cuándo nacerá?”*
Pero nadie nos advirtió que, tras el parto, nuestra vida daría un vuelco. Todo lo que creíamos seguro se desmoronaría, y el amor sería puesto a prueba.
El parto fue rápido. La niña nació pesando 2,9 kilos y midiendo 45 centímetros, pequeña pero fuerte. Al principio, me la mostraron y luego se la llevaron para revisiones. Más tarde, me la trajeron para amamantarla; lo tomaba con desgana, pero logré que comiera. Después, nos trasladaron a la habitación. Una hora más tarde, entraron dos médicos: la matrona de guardia y el neonatólogo. Sus rostros eran serios, sus miradas, compasivas. Lo supe al instante: algo no iba bien.
Uno de ellos habló en voz baja:
—**Olga, su hija tiene síndrome de Down. Usted es profesional de la salud, sabe que es una condición de por vida. Le sugerimos que no pierda tiempo y firme la renuncia. Todavía es joven, puede tener otro bebé sano.**
Me quedé helada. Las paredes parecieron inclinarse. Algo se rompió dentro de mí, pero al mismo tiempo surgió una fuerza indescriptible en mi pecho: era mi hija. *Mía.* Y no la dejaría ir.
—Perdonen… —susurré—, pero debo hablar con mi marido. Creo que él dirá que no.
—Por supuesto, tómense su tiempo. Cuando decidan, vengan a nuestra consulta.
Al marcharse, la niña comenzó a llorar. Sus manitas se extendían hacia mí. La apreté contra mi pecho y supe en ese instante que no podría vivir sin ella.
Llamé a Antonio. En una hora, ya estaba a mi lado. Juntos fuimos a hablar con la directora. A él también le pidieron que firmara. Se quedó callado. Luego se acercó al cambiador, miró a la pequeña y dijo con firmeza:
—No firmaremos nada. Nos la llevamos a casa.
La llamamos *Almudena*. El nombre nació en mi corazón al instante: dulce, luminoso, fuerte.
Tres días después, ingresó otra mujer en la habitación. Tenía más de treinta años y era su quinto embarazo. Nada más entrar, anunció: *”Este niño no me lo quedo.”* Cuando le dijeron que su hija tenía síndrome de Down, ni siquiera parpadeó. Solo dijo: *”Hagan los papeles. Tampoco pienso darle el pecho.”*
No pude soportarlo. Pedí permiso a la enfermera para alimentar a aquella niña. La trajeron envuelta en una manta, pequeña y frágil, como si supiera que nadie la quería.
Llamé a Antonio. Tras un silencio, dijo: *”Si lo deseas, nos la llevamos también. Que Almudena tenga una hermana.”*
Regresé a la directora. Le dije que estábamos dispuestos a acoger a la segunda niña. Nadie nos tachó de locos. Al contrario, el personal me abrazó diciendo: *”Eres una heroína.”*
Nos quedamos una semana más, esperando que el cordón umbilical de la segunda niña cicatrizara. La llamamos *Verónica*.
El día del alta fue el más feliz de nuestras vidas. Salimos con dos niñas: Almudena en un carrito, Verónica en otro. Las dos eran nuestras. Las dos, amadas.
Pero no todos compartieron nuestra alegría. Cuando contamos a nuestros padres que habíamos acogido a una segunda niña, la respuesta fue fría como el hielo. Mis suegros y mis propios padres nos dijeron:
—*No volveremos a tratar con vosotros. Habéis tomado vuestra decisión —arreglaos solos. No esperéis ayuda de nadie.*
Y así fue. Ni una llamada, ni un euro de ayuda. Estábamos solos.
Fueron años difíciles. NoFueron años difíciles, llenos de noches en vela, preocupaciones sin fin, pero cada sonrisa de Almudena y Verónica hizo que mereciera la pena.