Alimentar, acoger, traicionar

**10 de octubre**

La lluvia golpeaba con insistencia el tejado de la casa rural cuando Doña Carmen escuchó unos golpes tímidos en la puerta. Dejó el punto de cruz sobre la mesita, conteniendo el aliento. Los golpes se repitieron, débiles, casi avergonzados.

—¿Quién es? —llamó, acercándose con cautela.

—Por favor, ábrame —respondió una voz femenina, temblorosa—. Estoy perdida…

Doña Carmen abrió la puerta con la cadena puesta. En el umbral había una joven de unos veinticinco años, empapada hasta los huesos. El pelo castaño se le pegaba al rostro, y la chaqueta ligera goteaba sobre el suelo de baldosas.

—¡Dios mío, estás hecha una sopa! —exclamó Doña Carmen, quitando la cadena—. Pasa, pasa, que vas a coger una pulmonía.

—Muchas gracias —susurró la chica, dejando un reguero de agua al entrar—. Me llamo Leticia. Iba por el sendero y me desvié sin darme cuenta. Se me quedó el móvil sin batería…

—¡Quítate esa ropa ahora mismo! —ordenó Doña Carmen, ayudándola a quitarse la chaqueta—. Pero ¿cómo se te ocurre andar sola por el campo con este temporal?

Leticia bajó la mirada.

—Discutí con mi novio. Me dejó en medio de la carretera y se fue. No sabía que estaba tan lejos del pueblo…

—¡Vaya sinvergüenza! —se indignó Doña Carmen—. ¿Quién abandona a una chica así? Anda, ve a la cocina, que te hago un té.

La cocina, pequeña pero acogedora, olía a leña y a hierbas. Mientras el agua hervía, Doña Carmen le tendió una bata de felpa.

—Ponte esto. La ropa la secaremos en el radiador. ¿De dónde eres?

—De un pueblecito cerca de Toledo —contestó Leticia, envolviéndose en la bata—. Trabajo en Madrid, en una oficina.

—¡Ay, la juventud de ahora! —suspiró Doña Carmen—. En mis tiempos, los hombres tenían más respeto. Pero, bueno, siéntate, que voy a darte algo de comer.

En un santiamén, fríó unos huevos en la sartén, cortó pan de hogaza y sacó unas aceitunas de la despensa.

—Come, no te cortes —dijo, sirviéndole el plato—. Se te ve hambrienta. ¿Cuándo comiste por última vez?

—Esta mañana, un café —admitió Leticia, devorando los huevos—. Llevamos todo el día discutiendo…

—¿Y por qué? Si no es indiscreción…

Leticia mascó un trozo de pan antes de responder:

—Quiere que vivamos juntos. Pero yo tengo mi trabajo, mis planes… No estoy preparada. Y él se enfadó, me dijo de todo…

—Haces bien en no precipitarte —asintió Doña Carmen—. Yo me casé joven, con el primero que me dijo algo bonito. Pensé que el amor lo aguantaba todo. Pues no. Me dejó con un niño pequeño y se fue con otra.

—¿Tiene un hijo? —preguntó Leticia.

—Lo tuve —murmuró Doña Carmen, oscureciéndose el rostro—. Ya es mayor, con su propia familia. Pero no nos llevamos bien. Apenas nos vemos.

Llenó su taza de té, removiendo el azúcar con melancolía.

—¿Y vive aquí sola? —inquirió Leticia con delicadeza.

—Sola. Esta casa la construyó mi segundo marido, que en paz descanse. Buen hombre, pero se nos fue pronto. Ahora solo vengo en verano, y no todos los años. En invierno estoy en mi piso de Madrid.

Leticia asintió. La lluvia amainaba, pero la noche cerraba rápido.

—Mira, cariño —dijo Doña Carmen—, quédate a dormir. Mañana te llevo a la parada del autobús.

—¿Está segura? No quiero molestar…

—¡Qué va! Me hace compañía. El sofá del salón es cómodo y tengo sábanas limpias. Como en tu casa.

Aquella noche, charlaron durante horas. Leticia habló de su trabajo en una empresa de logística, de lo caro que estaba alquilar en Madrid. Doña Carmen le contó historias de su juventud, de cómo el tiempo se le hacía eterno sin compañía.

—Las amigas se fueron muriendo o se mudaron con sus hijos —suspiró—. Los vecinos de aquí son todos mayores, enfermos… Aburrida, me quedo.

—¿Por qué no se lleva bien con su hijo? —preguntó Leticia con tacto.

El rostro de Doña Carmen se ensombreció.

—A su mujer no le caigo bien. Dice que me meto en sus vidas. ¿Acaso no tengo derecho a saber cómo están mis nietos? Ni en Navidad me llaman…

Al día siguiente, el sol salió con fuerza. Doña Carmen le preparó un tupper con tortilla y la acompañó hasta la parada.

—Muchísimas gracias —dijo Leticia, emocionada—. ¡Me ha salvado la vida!

—Bah, tonterías. Vuelve cuando quieras. Apunta la dirección.

Leticia anotó la dirección en el móvil y se despidió con la mano desde la ventanilla del autobús.

Pasaron semanas. Doña Carmen ya casi había olvidado a su visita cuando, una tarde, volvió a escuchar aquel golpeteo familiar.

—¡Leticia! —exclamó, abriendo la puerta—. ¡Cuánto tiempo! Pasa, pasa.

—¿Puedo quedarme un par de días? —pidió la joven, ruborizándose—. En mi piso están haciendo obras y la casera me ha dicho que me busque otro sitio…

—¡Claro que sí! Quédate el tiempo que necesites. A mí me viene bien la compañía.

Leticia se instaló en la habitación de arriba. Ayudaba en las tareas, cocinaba, limpiaba. Doña Carmen no podía estar más contenta.

—Mejor que una hija —le confesó a la vecina, la tía Rosario—. Cocina de maravilla, sabe coser… Ojalá tuviera una nuera así.

Los días transcurrían en calma. Leticia iba y venía del trabajo. Por las noches, cenaban juntas, veían la tele, comentaban las noticias.

—Oye, Leticia —le dijo una tarde Doña Carmen—, voy a hacer testamento. A mi hijo le dejo el piso, pero esta casa… ¿Qué te parece si te la dejo a ti? Total, a él no le interesa, y tú has sido feliz aquí.

Leticia se ruborizó.

—¡Por Dios, Doña Carmen! No hable de eso. Además, no está bien. Usted tiene familia…

—Familia que ni me visita. Tú, en cambio, eres como una hija para mí.

El tiempo pasó. Leticia se integró en la casa como si siempre hubiera estado allí. Doña Carmen floreció con su compañía. Ya no se sentía tan sola.

Hasta que todo se vino abajo.

Doña Carmen ingresó en el hospital tras un infarto. Leticia la visitaba a diario, le llevaba comida, le leía en voz alta.

—El médico dice que pronto la darán el alta —le anunció un día—. Se recuperará mejor en casa.

—Leticia —susurró Doña Carmen, débil—, escucha. En el cajón de la mesilla, al fondo, hay un sobre con documentos importantes. Si me pasara algo…

—¡No diga eso! —la interrumpió Leticia—. ¡Va a mejorar!

Pero su estado empeoró. Los médicos hablaban de una operación complicada.

Leticia regresó a casa preocupada. Abrió el cajón de la mesilla. Entre los papeles, encontrLeticia cerró los ojos, apretó el testamento contra su pecho y, sin decir una palabra, lo dejó todo atrás mientras una lágrima silenciosa le recorría el rostro.

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