Alimentando a forasteros cada noche durante quince años — hasta que

18 de noviembre de 2025

Hoy vuelvo a pasar por el Parque de la Villa, aquel rincón verde que lleva quince años siendo mi punto de encuentro con la generosidad silenciosa. Cada tarde, a las dieciocho horas, la señora María del Rosario Sánchez coloca una bandeja humeante sobre la misma banca pintada de verde, sin esperar a ver quién la recoge, sin dejar nota ni anunciar su gesto.

Todo comenzó como un pequeño consuelo después de la muerte de su marido. La casa quedó vacía y el silencio se volvió insoportable; entonces, como quien busca llenar un hueco, empezó a dejar comida para cualquier alma hambrienta que pasara por allí. Con el tiempo, el acto se transformó en un ritual conocido solo por ella y por los desconocidos que, bajo la lluvia o el sol, encontraba refugio en aquel sencillo gesto.

Llueva o truene, haga calor de agosto o escarcha de enero, siempre había una sopa, un guiso o un sándwich envuelto con esmero en papel encerado y depositado en una bolsa de papel kraft. Nadie sabía su nombre; la gente del barrio la llamaba simplemente “la señora del banco”.

El martes pasado el cielo estaba cargado de nubes y el viento soplaba a cántaros. María, ya con setenta y tres años, ajustó la capucha de su abrigo mientras cruzaba el parque. El corazón le latía con fuerza, pero sus manos seguían firmes al sostener la bandeja tibia. La dejó con delicadeza, como siempre. Pero, antes de que pudiera alejarse, los faros de un elegante SUV negro atravesaron la penumbra y se detuvieron al borde de la acera.

Por primera vez en quince años, alguien la esperaba. La puerta trasera se abrió y una mujer de traje azul marino salió bajo la lluvia, con un paraguas y un sobre sellado con cera dorada. Sus botas crujían sobre el césped mojado mientras se acercaba.

¿Señora Sánchez? preguntó con voz temblorosa.

María parpadeó, sorprendida.

Sí ¿me conoce?

La mujer sonrió débilmente, pero sus ojos brillaban con lágrimas.

Me llamo Lola. Hace quince años solía comer la comida que usted dejaba aquí.

María se llevó la mano al pecho, temblorosa.

¿Tú eras una de las niñas?

Éramos tres respondió Lola. Huérfanas, nos escondimos junto a los columpios. Aquellas raciones nos salvaron en aquel invierno.

El corazón de María se encogió.

Ay, mi niña

Lola se acercó y le entregó el sobre a las manos temblorosas de María.

Queremos agradecerle. Lo que hizo no solo nos alimentó; nos dio la razón de creer que aún hay bondad en el mundo.

Dentro del sobre había una carta y un cheque de 5.000 euros.

*Estimada señora Sánchez,*
*Nos dio alimento cuando no teníamos nada. Hoy queremos devolver a otros lo que usted nos dio: esperanza. Hemos creado la Fundación de Becas María del Rosario Sánchez para jóvenes sin techo. Los tres primeros beneficiarios empezarán la universidad este otoño. Usamos el nombre que una vez escribió en una bolsa de almuerzo Señor Sánchez porque creemos que ya es hora de que el mundo sepa quién es usted.*
*Con cariño,*
*Lola, Inés y Celia*

María levantó la vista, y las lágrimas trazaron surcos en su rostro bajo la lluvia.

¿Fueron vosotras, chicas, las que hicieron esto? preguntó, entre sollozos.

Lola asintió.

Lo logramos juntas. Inés dirige un albergue en Sevilla, Celia es trabajadora social en Bilbao, y yo ahora soy abogada.

María soltó una risa entrecortada.

Abogada yo nunca lo fui.

Nos sentamos los tres en la banca mojada, sin paraguas. Por un instante el parque pareció revivir: las risas se mezclaban con el susurro de la lluvia, los recuerdos flotaban en el aire. Cuando Lola se despidió, el SUV desapareció entre la neblina gris, dejando atrás sólo el eco del motor y el perfume a tierra mojada.

María quedó un momento más, con la mano reposando sobre la bandeja todavía tibia. Esa noche, por primera vez en quince años, no dejó comida en el parque.

A la mañana siguiente, sin embargo, la banca no estaba vacía. Sobre el asiento reposaba una sola rosa blanca y, bajo ella, un papel escrito con una caligrafía elegante:

«Gracias por sembrar luz cuando todo estaba en sombras. Javier»

He aprendido que los actos más humildes pueden germinar en raíces profundas que, con el tiempo, florecen en esperanzas para muchos. La bondad, aunque parezca pequeña, nunca muere; simplemente espera el momento de ser regada.

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