Alianza Inesperada: Cómo Yerno y Suegra se Convirtieron en un Equipo

**Una Alianza Inesperada: Cuando el Yerno y la Suegra Se Convirtieron en Equipo**

María Luisa García metió con cuidado patatas caseras, encurtidos y un par de tarros de mermelada en su bolsa de cuadros y partió hacia la casa de su hija y su yerno. «Leticia, ya estoy en el tren. Que Miguel venga a recogerme a la estación, la bolsa pesa mucho», llamó a su hija. «Claro, mamá, allí estaremos», respondió Leticia. Por la mañana, al pisar el andén, María Luisa oyó: «¡Mamá, aquí estamos!» Se giró… y se quedó helada. Junto a su hija embarazada había un hombre joven y pulcro, nada que ver con aquel camionero desaliñado y huraño al que nunca había logrado entender.

Miguel nunca había sido hombre de matrimonio. A los treinta y siete seguía soltero y, cada vez que pescaba con sus amigos, repetía que aún no había encontrado a la que le «encendiera el corazón». Unos le envidiaban: «Sin mujer, sin problemas». Otros suspiraban: «No es lo mismo llegar a una casa vacía». Y él bromeaba: «Al menos, no tengo suegra».

Hasta que, de repente, un rayo en cielo despejado. En una gasolinera la vio. A Leticia. Aquella mujer de ojos azules y tarjeta de empleada le pareció salida de un sueño. Le sonrió, y fue el fin: el hombre estaba perdido. Al día siguiente, llegó con su todoterreno, escondió un ramo de flores tras la espalda y, con voz temblorosa, dijo: «Hola, Leticia… ¿Te apetece salir a tomar algo?»

Desde entonces, todo fue como un torbellino. La boda. Miguel, por primera vez en años, corría a casa en lugar de a un hotel. Volvía de sus rutas como si flotara. Se sentía no solo hombre, sino marido. Y luego, futuro padre. Todo era perfecto… hasta que conoció a su suegra.

María Luisa no era mujer fácil: culta, fría, de modales impecables. En su primer encuentro, lo recibió con una cortesía glacial. Cuando él, de buena fe, la llamó «madre», ella replicó secamente: «¿Desde cuándo soy tu madre?»

No se ofendió. Simplemente entendió que tendría que ganarse su confianza.

Pasó un año. Leticia estaba en el último trimestre. Miguel regresó de ruta, y su mujer lo miró con inquietud: «Mamá viene a pasar unos días con nosotros…» «¡Ah! Pensé que era algo grave», rio él. «Si viene, bien. Aunque…», y se rascó la barba con fastidio.

«Aunque…», continuó Leticia, «córtate el pelo y aféitate. A mamá no le gusta que parezcas un leñador.» «¿Y a ti?» «A mí me encanta, pero ella es ella…».

Miguel obedeció. Se cortó el pelo, se afeitó, se miró al espejo y no se reconoció. En la estación, María Luisa casi tropieza: ante ella no estaba el camionero desarreglado, sino un hombre juvenil y arreglado. Una sonrisa cálida, sorprendida, apareció en su rostro. Y Miguel se dio cuenta de algo: estaba contento de verla. Algo había cambiado en ella. Y, tal vez, en él también.

En la cena, se escabulló a su habitación: empezaba un partido. Bajó el volumen para no molestar. De pronto, una voz a su espalda: «Miguel, ¡sube el volumen! ¡A mí también me gusta el fútbol! Y el baloncesto.»

Se giró. María Luisa estaba allí, con genuino interés. Y mientras animaban al mismo equipo, supo que aquella no sería una visita cualquiera.

Al día siguiente, él y Leticia preparaban una excursión de pesca. Tienda, cañas, provisiones. María Luisa preguntó: «¿Vais de pesca? ¡Yo también! Llevad la tienda de Miguel… ¡y haré una sopa de pescado que os chuparéis los dedos!»

En el campo, la suegra brilló: hizo el fuego, cortó leña, improvisó una mesa con troncos. Reía, bromeaba, parecía veinte años más joven. La sopa era tan buena que Miguel repitió tres veces. Ya se tuteaban. Incluso bromeaban: «Si Leticia llega a ser como tú de mayor, seré el hombre más feliz».

María Luisa abrazó a su hija y susurró: «Qué suerte tengo de teneros…».

Y en ese instante, Miguel lo entendió: ningún campeonato del mundo valía tanto como aquello… su familia, su hogar.

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