Cuando un día notes que mis manos tiemblan al abrochar los botones, que la cuchara se me escapa en la mesa del comedor o que el mantel se mancha con mi propio sudor, te suplico: no te enfades, sé amable conmigo. Recuerda cómo, cuando eras una niña que no sabía sostener la cuchara ni vestirse sola, yo te enseñé con paciencia cada gesto, cada detalle.
Si repito una y otra vez la misma historia, no me interrumpas; solo escúchame. ¿Acuerdas cómo me pedías, con los ojos brillantes, que te contara el cuento una y otra vez hasta que el sueño te envolvía, abrazándome? Cuando me niegas a entrar a la ducha, no me regañes; recuerda que inventaba mil relatos para que te dejaras arrastrar por el agua, porque te negabas a sumergirte.
Si los aparatos modernos me resultan un enigma, si el móvil o la tele me hacen tropezar, no te rías de mí. Dame un instante. Piensa en cómo te mostré a escribir la primera letra, en cómo contábamos manzanas en el huerto del barrio y sumábamos cifras mientras yo apenas contenía el cansancio.
Si a veces olvido palabras o pierdo el hilo del pensamiento, ten paciencia. No te irrites. Lo que importa no es lo que digo, sino que estás a mi lado, escuchándome sin apartarte. Cuando mis piernas se vuelvan frágiles y ya no pueda caminar a tu lado, no pienses que soy una carga; simplemente extiende tu mano, tal como yo te ofrecí la mía cuando tus primeros pasos tambaleaban por la casa de la calle Gran Vía.
Algún día comprenderás que, pese a mis errores, siempre quise lo mejor para ti. Cada paso que di, cada decisión que tomé, fueron intentos de aligerar tu camino, aunque el mío fuera más pesado. Regálame un poco de tu tiempo, una pizca de tu paciencia. Permíteme apoyarme en tu hombro, como tú, en su momento, te refugiabas en el mío cuando el miedo o el dolor te atenazaban.
Te amo, mi Almudena. Te amo, mi Alejandro. Y rezo por vosotros, aun cuando ya no lo notéis, bajo el mismo cielo que cubre Madrid y el recuerdo de los veranos en la sierra.







