**Diario de un hombre:**
Ana volaba más feliz que una perdiz. Al fin su hijo, Jaime, había terminado el instituto y comenzaba la universidad en Madrid. Ahora, por fin, podría vivir con su esposo, Esteban, sin preocupaciones.
Ese mismo día en que su hijo partió, compró un billete de autobús y se dirigió a Barcelona, donde Esteban trabajaba desde hacía años. Solo llevaban dos años casados, pero se conocían desde siempre, o al menos así lo parecía.
Su historia no había sido fácil. Se conocieron ocho años atrás, cuando Ana apenas superaba su divorcio de su primer marido, Marcos. Al principio, ni siquiera quería abrirse a nadie… hasta que apareció Esteban. Aun así, le costó confiar. Él se esforzó por demostrarle que no era como Marcos, y después de medio año de citas, se fueron a vivir juntos. Él se mudó a su casa en Sevilla, pues su pequeño estudio en Málaga no habría dado abasto.
Jaime, que entonces tenía diez años, tardó en llevarse bien con su padrastro. Pero poco a poco, se convirtieron en una familia. Tres años después, Esteban quiso formalizar su relación, pero Ana no veía necesario casarse otra vez. Para ella, el matrimonio no garantizaba fidelidad ni amor eterno.
Esteban aceptó su decisión al principio, pero con el tiempo, necesitó más. Quería llamarla su esposa ante el mundo. La presión creció hasta que le dio un ultimátum: o boda, o adiós.
Ella, indignada, eligió separarse. Seis meses pasaron sin verse. Esteban se mudó a Barcelona por un buen trabajo que le ofreció un amigo. Solo volvía a Andalucía para visitar a sus padres. Fue en una de esas visitas cuando la vio otra vez, paseando por el parque de los Príncipes, radiante, hasta que sus miradas se encontraron.
En sus ojos, él leyó lo mismo que sentía: aún se amaban.
Retomaron la relación, pero a distancia. Ella iba a Barcelona; él viajaba a Sevilla. Cada encuentro era planeado con meses de antelación, pero valía la pena. Él le insistía en mudarse, incluso había comprado un piso, aunque aún pagaba la hipoteca. Ana quería ir, pero su madre, Carmen, había enfermado, y Jaime aún necesitaba su atención.
Pasaron dos años hasta que su madre mejoró. «¡Todavía le queda cuerda!», le dijeron los médicos al darle el alta. Justo entonces, Jaime entró en bachillerato y rogó no cambiar de colegio. Al final, cedió.
El verano antes de que Jaime empezara la universidad, Ana y Esteban se casaron. Al ver su felicidad, ella casi lamentó no haberlo hecho antes.
Ahora, con Jaime estudiando en Madrid, Ana decidió sorprender a Esteban. No le dijo cuándo llegaría, pero sabía que él lo sospechaba. Hizo las maletas, compró lencería de encaje y pétalos de rosa para la cama. En el autobús, imaginaba su cara cuando la viese esperándolo.
Pero fue ella quien recibió el susto. Al abrir la puerta con su llave, una joven pelirroja la miró con ojos azules.
—¿Quién eres? —preguntó Ana, congelada.
—Soy Vera… Ah, usted debe ser Ana, ¿verdad? Perdone, ahora me voy.
—¿Irte? ¿Qué haces aquí?
—No se alarme. Soy… la amiga de su marido.
Ana sintió que el mundo se detenía.
—¿Cuántos años tienes? ¿Veinte?
—Sí, cumplí veinte este año. Nos conocimos por casualidad. Yo no tenía donde vivir y Esteban me ayudó. Al principio éramos amigos, pero me enamoré de él. Sé que él solo la ama a usted, pero estaba tan solo…
—¿Y lleváis un año y medio juntos? —preguntó Ana, aturdida.
Vera asintió. Explicó que cada vez que Ana visitaba Barcelona, ella recogía sus cosas sin dejar rastro. Ni una prenda, ni un pelo. «Esteban no quería herirla», dijo.
En ese momento, él llegó. Palideció al verlas juntas.
—Ana, esto no significa nada, solo te quiero a ti —rogó, extendiendo las manos.
Ella las apartó.
—¡Un año y medio de mentiras! ¿Así demuestras tu amor?
—¿Le dijiste eso? —le gritó a Vera—. ¡No tenías derecho!
—No sabía que vendría —susurró Vera.
—¡Yo tampoco! —gritó él—. Ana, por favor, ella se irá y lo hablaremos.
—No hay nada que hablar. Me voy yo.
—No, debe quedarse. Él la necesita —insistió Vera.
Ana agarró su maleta y salió. Lloró todo el viaje de vuelta.
Pasaron meses de dolor. No entendía cómo Esteban había podido engañarla. Hasta que un día, Vera llamó a su puerta. Llevaba una transportadora con Neblina, la gata de Esteban.
—Él… ya no está —dijo Vera, con voz temblorosa—. Después de que se fue, cayó en una depresión. La semana pasada, antes de salir, me dijo que no volvería. Hubo un accidente. Estoy segura de que lo hizo porque no podía vivir sin usted.
Ana no podía creerlo. Ni siquiera le avisaron del funeral. Vera había organizado todo. Ahora, le entregaba a Neblina.
Al tomarla en brazos, Ana sintió un peso en el alma. Las lágrimas brotaron, pero de pronto…
—Señora, hemos llegado —la voz del conductor la despertó.
Ana abrió los ojos, tocó su rostro húmedo y suspiró aliviada. «Qué sueño más horrible», pensó.
Aun así, decidió no avisar a Esteban. Al llegar, abrió la puerta con cautela. No había rastro de Vera. Solo Neblina, que maulló feliz.
Esa noche, cuando él llegó, la encontró entre pétalos de rosa. Sus ojos brillaron de alegría.
—Me quedo para siempre —dijo Ana, preguntándose si debía contarle el sueño.
—¡Por fin! —exclamó él, sin sospechar nada.
**Lección aprendida:** A veces, los miedos más oscuros solo viven en nuestra mente. Pero no por eso dejan de enseñarnos lo frágil que es la confianza.